Por Carina Sicardi / Psicóloga / casicardi@hotmail.com
Cristina
llegó derivada por el psiquiatra, quien con mucho criterio, apuesta al trabajo
en equipo cuando lo cree conveniente. Su cabeza gacha y su postura casi fetal,
aun en la silla de la sala de espera, mostraba abiertamente el dolor que la
atravesaba.
Su
cuerpo menudo casi arrastraba la ropa demasiado holgada hoy, como aquel al que
le pesa mucho cada paso hacia adelante. Así entró, y empezó a contar, como
pudo, su historia bañada en lágrimas.
Había
tenido una amiga en su adolescencia, Susana, una gorda hermosa que había
formado una familia con Adolfo, con quien tuvo dos hijos, Valentín y Felipe. La
dura vida junto a un hombre violento en la palabra y en el golpe, abandonada
durante el embarazo de su segundo hijo, culminó con el desarrollo de un cáncer
que le devolvió a su marido, pero le llevó su vida cuando los niños tenían 7 y
4 años respectivamente.
El
corazón enorme y solidario de Cristina la llevó a dar cariño y consuelo a esa
familia atravesada por la muerte de quien fuera la alegría, paz y armonía. Ella
es así, siempre dispuesta a dar su vida entera por quien lo necesite. Así la
habían educado, en la entrega y la fe en Dios.
Para
sorpresa de muchos, incluso de ella misma, casi con la naturalidad de quienes
se dejan guiar por el hilo mágico del “destino”, un día no muy lejano, se
encontraron los cuatro conformando una nueva familia, y se mudaron al pueblo de
origen de ellos. Atrás quedaba la ciudad y la progenie materna de los niños, a
los que volvería Valentín ni bien culminados sus estudios primarios.
Pese
a todo, ellos seguían y fueron felices como familia, no tan así como pareja, ya
que la violencia masculina también aparecía en esta historia. Es verdad que
Cristina no tuvo hijos biológicos, y que la pérdida de un embarazo siguió
marcando esa imposibilidad, pero Felipe era ese hijo que no fue… y más.
La
adolescencia de Felipe llegó con novedades poco felices. No se sentía bien, y
los análisis revelaron que no sólo había heredado los ojos de su madre, sino
también la enfermedad que la llevara a la muerte.
Allí
empezó una lucha cuerpo a cuerpo contra el dolor y las miserias en todas sus
caras. Años de tratamientos costosos desde lo económico y lo afectivo. Cristina
y Felipe unieron sus manos y su corazón en esta lucha en la que casi no se
podía distinguir quién era quién. Sin dudas, era su mamá, los médicos fueron
testigos de ello.
La
entrega absoluta la llevó por caminos desconocidos hasta ese momento. Médicos,
enfermeros, sanatorios, obras sociales, rezos grupales cercanos y a distancia,
un pueblo entero movilizado por no soltar al querido Felipe.
Pero
una noche, con la mirada buscando a su Cris, Felipe no pudo más, la enfermedad
que luchaba a favor de la muerte, ganó la batalla una vez más. El dolor
inenarrable e indescriptible atravesó a Cristina y se instaló en ella, inundándola.
Ya nada tenía sentido. Todo comenzó a resumirse en un extrañar constante, a
Felipe, a los momentos en los que fueron felices, aun a aquellos en los que no
lo fueron; a la familia que alguna vez conformaron; a ese hombre con el que se
sintió en comunión ante el dolor, el padre de Feli, quien tampoco está más en
su historia sino en una nueva familia que conformó, con otros hijos; a ella
misma siendo fuerte y vital…
Así
la conocí, con el dolor atravesado del nunca más, queriendo desaparecer y
entregándose a la nada… Pero hoy la vida la empuja suavemente a seguir, muchas
veces aun en contra suya; con el miedo de ponerse de pie; con la culpa de
seguir viva; con la secreta esperanza de que en alguna esquina, por fin el amor
la sorprenda y le permita volver a sonreír.
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