Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
Un
tobogán imparable lleva el día hacia lo cenagoso, entonces veo, como en una foto
obscura, una calle a trasluz que únicamente puede correr hacia el fin. Sentido
único, avisa el cartel y caemos, porque a esa indicación sí obedecemos. La salida
queda lejos a contramano. El éxito es una pendiente resbaladiza mirada desde
abajo, claro.
El
barrial extiende sus tentáculos, que voraces trepan hasta la cintura y escapar es
una ilusión difusa, breve como un
parpadeo, irreal como la alegría (o la paz); cercana como la Osa Mayor. Lo
único que brilla, es la madera inasible del tobogán.
No
nos salva la campana, ni el pitazo, ni el bueno de la película; no hay huecos en
este muro, no hay luz en este hoyo; vendimos los remos y los botes salvavidas. Ya
no caminamos, no marchamos, no paseamos; plagiamos agrios vía crucis,
paladeamos en el fétido lodazal el precio de no soñar. Orillamos la mierda,
mirando y oliendo para otro lado. ¿Nosotros? Nosotros no le prestamos nariz, a
la hediondez circundante. Y son los sueños escapados, los que hemos trocado en
desvelo. Una alarma hiriente nos arrancó de la madrugada y nos mutiló la
capacidad de imaginar.
Solo
aprendemos a restar. Raciocinio por goteo. Zombis trasnochados, mutantes,
autómatas en el arte de sobrevivir; desalmados militantes del engaño,
marionetas sin destino y sin gracia; las astas siempre en las mismas manos. Degustamos
con fruición ensalada de anzuelos y ahí salimos, boqueando. Solos nos subimos a
la cruz, nos perforamos, nos desangramos. Esta corona no es de espinas, por eso
no la cargamos. A efectivizar el pronto pago de las glorias de otros, a costear
la dicha de la clase pirata, a regar con transpiración los jardines usurpados;
siempre en silencio, cómplices domesticados. Mascotas de nuestro propio
desastre.
Nacemos
confundidos en serie y maniatados vamos viviendo al calorcito de lo necesario,
felices con lo que caiga; cómodos y arropados en minúsculos círculos de
estricta conformidad. Pensamientos beodos, ideas adormecidas y pocas ganas de
aprender, qué letal brebaje, que caro nos saldrá, cuánta vida dejaremos hasta
que podamos hacer pie en la utopía. Alguien nos convenció de bajar la guardia y
mansos, ofrecimos el hígado, las sienes y el mentón. Alguien nos cambió la
canción, nos retorció el camino y encerrados en hondos laberintos, como
pichones de cogote estirado, hacemos historia tropezando. Al coraje, derecho de
admisión; cerramos la puerta al valor, echamos por sucio al honor. Tiramos
todos de distinto carro, desunidos nos embotellamos; pero torciendo refranes
vamos todos para el mismo lago.
Ni
Céline podría habernos escrito un guión más lúgubre. “Porque la vida es esto:
un punto de luz que termina en la tiniebla”, sentenció en su Viaje. ¿Y quién
carajo soy yo para contradecirlo? Si hay algún valiente, que ilumine el camino
o que lo trace. Que se calce el traje que necesitamos, que aspire la pudrición
en la que flotamos. Tal vez no haya nacido aún; o quizás ya no quiera
ayudarnos. Insistamos. Recen los creyentes, deseen los contestatarios, actúen
eficaces los solidarios; purifiquen los soñadores, este suelo que ensuciamos.
Si
hay algún héroe, que presente credenciales, que se apiade y haga escuela; que
ponga la jeta firme y nos obligue a pensar. Vamos por la huella y no podemos
virar, nos invade puntual el terror de intentar, ¿para qué, si total…?
Han
hecho de nosotros instrumentos de mirar, moderados manifestantes en el rol de
acatar. Hablaremos algún día sobre lo errados que vivimos. No hay culpables. No
hay condenas. Porque en esta farsa, nadie ha sido.
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