Antro musical / Agujero negro

FINALES DEL 2000

Por Nico Raterbach

Un agujero negro es capaz de tragarse todo, materia y energía, con una voracidad desmedida. El horizonte de evento es el límite físico entre la desaparición y la existencia, la frontera que al cruzarse hace imposible que nada escape, incluso la luz. En esa cornisa caminó el rock en la segunda mitad de la década del 2000. Las listas de Vevo y los top de la Billboard, fueron el ejemplo del sumidero cósmico donde todo se transformaba en una singularidad, una masa amorfa de composiciones con cierto talento, mixturado con una vacuidad lírica y rebosante de banalidad. Videos inundados de autos caros y ampulosas mujeres, cosificaron el costado más frívolo del género; y recetas repetidas, sponsoreadas, lánguidas, opacaron a los exponentes más oscuros y a los más prometedores. Por inercia de la década anterior, aun había momentum con suficiente energía cinética para destacar algunas bandas. A partir del 2000, la música era totalmente accesible para una generación acunada con la internet, lo cual es bueno; pero los canales de distribución, conducían el rebaño, lo cual no lo es. Con algunas pinceladas, Keane, The Fratellis, Artic Monkeys y muchas bandas que la BBC mostraba tocando bajo puentes, marcaban el débil pulso del rock del nuevo milenio. Kasabian, con su sonido retro y psicodélico, fue tal vez lo más notable del rock anglosajón. Los ingleses nos habían tenido muy mal acostumbrados desde hacía décadas, a esperar que algo grande suceda en su tierra, o por lo menos, en su idioma. Pero la música, que lleva en su savia la rabia y el descontento como motores de creaciones, es análoga a un fluido con sus características de incompresibilidad. Ante la presión, deberá desplazarse. Ese trance, sucedió. El género debía mudarse, aprovecharse de las nuevas tecnologías y de la caída de los prejuicios éticos, estéticos y musicales de la nueva era. Era innovador y se toleraba que Kean casi no utilice guitarras. ¿Soportaríamos que fueran trompetas y tubas? Había que esperar el emergente, descargando mp3, escuchando música de todos los lugares del mundo, en una cruzada por descubrir dónde estaba latiendo, dónde emergería la furia contra la máquina, adivinando dónde y cuándo Morfeo nos confesaría que vivimos en un mundo ficticio con la sola intención de deleitar nuestros ojos y nuestros oídos. Y como la vida vino con el sol, allí se mudó el rock, al Mediterráneo. A la incomodidad de sociedades conflictuadas, latinas, eslavas, de armas portar y mucho beber. Keith Richards debía hablar romaní y Gogol Bordello cantaba en inglés su punk gitano visceral. El mundo, era un lugar más pequeño, cercano y definitivamente multicultural. Bailar Unza Unza, beber tocaj, fumar tabaco de mi tierra, gozar lo efímero de nuestro paso por el sempiterno universo con The no smoking orchestra, Aretuska, Tonino Carotone, Amparanoia, desde Macedonia hasta Barcelona, ida y vuelta. Como Kamchatka, esa geografía se transformó en un lugar para resistir las embestidas de las disqueras y la popularidad hollywoodense. Si esperábamos el sacudón, este no llegó, el rock se agazapó allí en las costas croatas, en Barrilonia, el squat de la rambla del Raval y webs del submundo de la red. Lenta y tímidamente, desde sus refugios, brotando en la grieta corporativa, un movimiento se consolidó, no para ganar marquesinas sino para ser los herederos y sin saberlo, guardianes  de la esencia, del rock and roll, no ya de su estilo prístino. Con más pena que gloria, el cambio de milenio y su primer década pasó dejando melancolía y posmodernismo a su paso. La vacuidad del espacio como metáfora valida. Un agujero negro puede tragarse todo, incluso al rock, hasta hacerlo desaparecer. Todo, menos a Santiago. Santiago debe aparecer.



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