Por Alejandra Tenaglia
Evita
fanatismos, envanecimientos, egolatrías, idolatrías, latrocinios de toda laya,
largas peroratas conducentes al bostezo, soberbias para las que no nos da ni la
altura ni la espalda.
Contempla
vulnerabilidades, a las que nadie escapa; mutaciones naturales, como las que
trae aparejado el paso del tiempo; evoluciones perseguidas o simplemente
alcanzadas; podredumbres provocadas por estancamientos; embellecimientos dados
por gratos momentos; aniquilamientos calados por dolores punzantes hasta el
alma.
Pone
en jaque a los edificios y claustros del conocimiento. Permite avances en las
ciencias, en sus teorías y sus prácticas. Da lugar a la corrección de errores,
a la extirpación de mentiras meticulosamente enquistadas, a la revisión que es
un siempre mirar con ojos nuevos.
Es
antagónica de la fe, que invita a creer; de la estrechez, que lucha por
permanecer en su metro cuadrado; del conservadurismo, que odia a los extraños;
del convencionalismo, que es fóbico a lo irregular; y de cualquier apego
radical, cuyo lecho termina pareciéndose demasiado a la cárcel enemiga de la
que se quiere escapar.
Puede
sacar de quicio. Puede devorar horas. Puede alejar a quienes prefieren degustar
la pereza mental. Puede resultar extraña para quien se inclina casi
instintivamente hacia la acción. Puede ser repudiada por los talibanes del
“sentir”. Puede complicar el rato, el día, la vida, de muchos más que dos.
Destierra
a los que, en bares, esquinas, largas mesas festivas, canales televisivos y
radiales, páginas de medios gráficos, y en las más variadas redes sociales y
cloacales, levantan pancartas absolutistas, mofándose, además, del resto de la
humanidad, donde falta esa iluminación que a ellos ciega de gracia.
A
veces se ríe estruendosamente. A veces llora sin metáforas. A veces se espanta.
A veces se cansa. A veces se calla. A veces se ausenta. A veces se pasa.
A
veces, sana.
A
veces, salva.
La
duda, muchas veces, no siempre, sana y salva.
Nos
salva sobre todo de la infantil tontera de creernos más que los demás.
Nos
sana sobre todo del mal que rige en esta era de post verdad, donde las
creencias parecen importar más que los hechos.
Nos
salva de portar cerebros almidonados.
Nos
sana la piel lacerada por máximas ajenas.
Nos
salva de los aprovechadores.
Nos
sana la imbecilidad.
Nos
salva la sensibilidad.
Nos
sana la agresión.
Nos
salva de los tiranos.
Nos
sana la palabra.
Enseñar
a dudar debería ser la tarea principal de los docentes.
Aprender
a dudar debería ser una lucha diaria y consciente.
Siempre,
respetando la duda de los demás.
Dude
de mí.
Dude
de usted.
Dude
de todos.
Un
poco, lo necesario para no quedar atrapado en la inmovilidad que la vida por
definición, no tiene. Lo necesario para mantener presente, en alto, la única e
irremediable verdad, de que somos un constante fluir hacia un final
desconocido. Somos una permanente dinamicidad, mire qué paradojal. Anímese a
dudar, lo invito. Verá temblar, más de un concepto.
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