Por Carina Sicardi / Psicóloga / casicardi@hotmail.com
Mauricio
de presentó un día en mi consultorio, presentándose así: vine a que me ayudes a
no ser homosexual. Varias veces nos reímos de eso, en charlas posteriores.
Tenía
19 años y una vida que gritaba por salir de la estructura, con el torrente de
deseo luchando por derrumbar el dique de contención.
Hijo
menor del primer matrimonio de su papá, camionero de profesión; la mamá dedicó
su vida a cuidar de la casa, criar a sus hijos y esperar el regreso de su
marido.
Su
hermano Horacio se casó casi adolescente, formó una familia hermosa con su gran
compañera y tres hijos varones. Rubén conformó una familia sin amor, pero con
una esposa “conveniente”, y se refugió en los brazos de una pequeña fémina con
quien compartía momentos en secretos a voces. Su hermana Rosana fue madre
soltera, queriendo serlo, y ese sobrino vivió con Mauricio desde que nació.
Tras
el abandono de su padre, el apego de Mauricio con su madre aumentó. Ella no
dejaba que nada lo atormente ni le falte. Pero, irremediablemente, no podía
devolverle a su padre ausente. Entonces un día él decidió ir en su búsqueda. Y
lo encontró, sólo que, para su sorpresa de adolescente, ya había conformado
otra familia, con hijos que le abrieron la puerta de esa casa hasta entonces desconocida.
El
tiempo transcurría, Mauricio crecía. Su padre empezó a frecuentar la casa
familiar, su madre nada decía, sólo aceptaba lo que siempre había esperado sin
palabras ni reproches.
Algo
no funcionaba como se supone que debería, en la vida de Mauricio. No era
aceptado por su grupo de pares, a pesar de ser en general, el gracioso del
curso. Y comenzó a sentir algo que lo inquietaba: su amigo no le generaba sólo
un sentimiento afable y genuino de amistad. Otros sentimientos y pulsiones lo
llevaban a cuestionarse si realmente le gustaban las mujeres… a pesar de tener
una noviecita quinceañera….
Sus
pensamientos trataban se anular lo tan temido… No quería ser gay, no después de
haber logrado que su padre lo quisiera en los últimos años de su vida, antes de
morir en la casa familiar al cuidado de su primera esposa… No quería fallarle
ni aun después de muerto…
El
encuentro con la sexualidad estuvo en historias incorrectas, hombres
“indefinidos”, según su propia definición; o promiscuos, en un mundo que lo
encandilaba y también lo repelía.
Los
síntomas obsesivos comenzaron a hablar por él, generándole una angustia
tremenda.
Un
día estaba esperándolo; era raro que se retrasara, tan puntual y respetuoso. Vuelvo
a asomarme después de revisar el celular y ver que no tenía mensajes de él
avisando el motivo de su ausencia. Y allí lo veo, en la vereda de la clínica,
haciéndome señas inentendibles. Ante mi anuencia, entra al consultorio casi
corriendo y me pregunta: “¿Estás embarazada?” Sonreí y comenté: “no lo sé... ¿será
que me ves gorda?” Pero no, es que hacía quince días se había realizado un
tratamiento con iodo, y aunque ya había pasado el tiempo de cuidado, no quería
exponerme a nada… La culpa en su máxima expresión, sentimiento que lo anulaba y
conflictuaba…
Un
episodio trágico atravesó su vida y lo enfrentó a un dolor que en su momento no
pudo demostrar: uno de sus sobrinos falleció en un accidente de tránsito. Recrudecieron
los síntomas obsesivos de miedo, culpa y duda.
Hoy
es conscientemente feliz, está en pareja desde hace años con un hombre al que
ama y lo ama; es capaz de distinguir cuando los síntomas son físicos o
psíquicos, causa que lo angustiaba mucho, y aprendió a pedir ayuda cuando la
necesita, y a quien corresponda.
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