Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
Irse.
Despegar. Dejar un hueco. Generar un vacío. Interrumpir un acorde. Levantar la
mirada sin llegar al final del párrafo. Avanzar y salir. Abandonar en el
intervalo. Bajarse una estación antes. Instalar un fantasma en conocidos
dominios de corporalidad manifiesta. Irse. Marchar. Emprender. Salir. ¿Qué
extraños designios de goce retorcido, puede haber en buscar la nostalgia?
¿Acaso no es la misma nostalgia, la invitada no deseada de las fiestas vitales?
¿La hacemos partícipe o nos coloniza? Siempre va a ser mejor toquetearla
sabiamente, susurrarle, olerle el cuello. Así, uno busca agradarle, amigársele,
prestarle el pecho para que anide cómoda. Claro, porque si no brindamos asilo,
si no le arropamos el cuarto, ni le abrimos la ventana para que mire y se caliente
con el sol de temprano, ella irá respondiendo con perfectas dosis de ponzoña,
de esa que carcome y no suelta hasta que saldamos vaciando el lagrimal.
Irse.
Rajar. Emprender. Huir. Generar un hueco amable y mirar el tiempo atrás para
ver quién llora. Escindirse y observar desde arriba, como cuando las almas
buscan caminos de alta montaña. Evaluar si quienes creíamos extrañando,
realmente necesitan volver a olernos. Todo parece indicar que sí, al menos en
un largo principio. Un principio que puede durar milenios, si total, tiempo es
lo que sobra. Si es cierto que se vive buscando únicamente dejar recuerdos,
completar con ausencia todo aquello que amarreteamos mientras pudimos, mientras
estuvimos; entonces vamos bien. Ha llegado el momento del testeo y para eso,
daremos el salto. Se ha hecho presente el riesgo del olvido, pero aun así,
volaremos. ¡Puta que somos retorcidos! Egoístas hasta en el último suspiro. Nos
damos vuelta en la ochava. Desde el umbral nos asomamos y clavamos la mirada en
otras miradas para saber si ya somos imprescindibles. Si pudimos por fin,
alcanzar estatura de leyenda. ¡La vida sigue!, nos grita un sabio a quién nada
le preguntamos; pero nosotros sabemos cuándo desoír las tristes sentencias de
la verdad. Las verdaderas sentencias de la tristeza. Las sentenciadas verdades
tristes.
Irse.
Sacar boleto. Armar la mochila. Alcanzar el horizonte. Saludar desde proa.
Sentarse del lado de la ventanilla. Prometer, prometer y prometer. Arrancar, caminar, cerrar del lado de afuera.
Pasos en el pasillo. Soltar el picaporte. Hacer ruido con la puerta cancel. Que
se note que nos vamos. ¡Mirá que me voy, eh…! ¡Me estoy yendo, no sé si sabés! Dejar
olor en la almohada. La última partida. Partida. Las primeras cartas, que ya van
anunciando pausas. Sabor a distancia. Tiempo en medio. Latidos que se van
disolviendo. Quedará la foto que duele, que anestesia, que suprime y que
acerca. Quedarán las situaciones, las hojas escritas y las hojas secas. Los
pétalos que manchan la página. Los amuletos que saben cosas. Todo irá fraguando
en la medida en que prestemos cuerpo. Mágico el tiempo que cura. Trágico el
tiempo que dura.
Fabricar
recuerdos. Revitalizarlos. Aumentarlos. Desvestirlos. Mantenerlos calentitos y
a flote. Visitar cada tanto y revisitar ese bagaje amigo. Que en las sobremesas
desde hace mucho, se nos traiga, siempre y cada vez. Que cuando se nos mencione
en esas sobremesas desde hace mucho, haya una pausa apenas perceptible, pero
pausa al fin. El espacio de la reflexión, ahí, de manifiesto. Que se note sin
pesar, o con cierto grado de pesar. Los invitados deciden. Escuchar nuestros
nombres en ecos perpetuos. Que nuestra imagen sobrevuele en círculos, intentando
captar la piel erizada. Ser y estar. Aparecer y permanecer. Que una figura,
difuminada o fulgurante, pétrea o volátil, pero con nuestras facciones, se
aliste siempre en la invocación. Que lo triste no es irse, lo triste es no
poder volver.
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