Finales y comienzos


Por Carina Sicardi  

Detrás del ventanal se vislumbra el horizonte. El cambio de colores, sonidos y aromas anuncia que el final del día está comenzando. Aunque parezca contradictorio, así es. Lo cíclico de la vida, un final para que pueda existir un comienzo.
El final genera un arco iris de sentimientos. Un cúmulo de ansiedades por sabernos cercanos a la meta, una sensación de incertidumbre por encontrarnos o desencontrarnos con la fantasía que previamente habíamos elaborado, un balance del camino recorrido, sumas o restas de objetivos planteados.
Quizás asociamos el final a algo malo, a la falta de oportunidades, a la despedida. Sin embargo, ¿cómo se podría apreciar el amanecer si antes no hubiese existido la noche?, ¿cómo apreciar la magia del sonido de una nota lograda con perfección si a ésta no la siguiera el silencio?
Comienzos y finales se suceden ininterrumpidamente, irremediablemente a veces. Casi sin darnos cuenta, el objetivo es siempre la nota final del acorde, hasta tal punto esperada que si no suena como queremos parece desafinada. O la novela que estamos mirando (que duró infinitos capítulos), llega al desenlace sin el final feliz. De repente al autor se lo ocurre que los protagonistas decidan recorrer caminos diferentes. La chica entra a un convento y el señor (del cual nos enamoramos desde el momento en que la miró como “sólo él sabe hacerlo”), se queda “con la loca esa que no lo quiere bien…” Catástrofe. La novela terminó mal.
Cada sesión de terapia tiene también un comienzo y un final. Los pacientes llegan a ese, su espacio, desde diferentes expectativas. Algunos piensan en el camino lo que van a decir, otros creen “no tener nada importante para hablar hoy”. De todas maneras, el deseo se pone en juego desde el momento en que deciden encontrarse con ellos mismos.
Mientras se construye la sesión, también se va avizorando el final. Momento especial. Se concluye, se cierra para habilitar nuevos cuestionamientos que nos permitan seguir des-cubriendo, de-velando.
De eso de trata. De encontrar aquello que molesta desde un lugar que no sabemos cuál es, pero, a la vez, ponemos todos los mecanismos defensivos en función de que no sea encontrado aquello que, por tanto dolor, hemos decidido guardar como a algo que avergüenza.
Reminiscencias de un pasado que por vedado parece muy lejano, casi como si la historia fuese de otro. Como cuando de niños robábamos mandarinas de la planta de la abuela en las calurosas tardes de enero. Acción que estaba prohibida por la indigestión que producía la falta de límites en cuanto a la cantidad y que, no pudiendo negar más el “dolor de pancita”, se hacía evidente.
Ya sabíamos lo que seguía, no por inteligentes sino por repetidas. “¿Vos estuviste comiendo mandarinas?”, tronaba la voz de mamá. Por supuesto: negación total. “Te lo juro que no”, haciéndonos cruces en la boca y contrarrestando con otra cruz en la espalda, hecha con los dedos.
Me genera una sonrisa recordar tanta inocencia. La prueba irrefutable del indestructible olor a la cáscara de la mandarina echaba por tierra en ese mismo instante cualquier plan para salvarnos de la penitencia y/o del “chirlo” inminente.
Así de inocentes parecen los mecanismos defensivos a veces, tanto empeño en tratar de que aquel canasto no sea visto hace que vayamos hacia él.
Es sólo cuestión de escuchar al paciente a través del síntoma para saber de lo traumático. Conscientemente él también quiere saber, pero no. Por eso es importante respetar los tiempos de cada uno.
Muchas veces el final de la sesión genera enojo. “¿Ya terminó?”, “No estoy de acuerdo pero lo voy a pensar”, “Mirá vos, yo no lo hubiera pensado así”.
Pero sin embargo, a la semana siguiente están allí, dispuestos a afrontar otro capítulo de su propia novela. Otro comienzo, que habilita otro final.
 
  

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