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Perro sin dueño

Por Marcela Rodríguez Zampa

Por el modo de mirar se reconoce al perro sin dueño. Es increíble, pero aun fuera del contexto de la plaza, o el parque, o la vereda de cualquier calle de cualquier pueblo o ciudad, por la mirada se reconoce al perro sin dueño. Esos vagabundos atorrantes que saben, por instinto o experiencia, cuál es la mano que los va a acariciar, cuál la que les va a dar de comer y cuál la que va a buscar el objeto contundente más cercano para alejarlo del lugar. No tienen nombre o aceptan resignados un nuevo nombre cada día. Exhiben sus costillas y su mala suerte en los barrios en los que alimentar a un perro callejero es un lujo que pocos pueden darse (ya lo decía Vizcacha: “Jamás llegués a parar ande veás perros flacos”). Otros, con mejor fortuna, andan gorditos y con el pelo brilloso porque les tocó en suerte la vecina solterona, o la loca de la cuadra, o la familia fanática de los animales que nunca sale a la calle sin una ración de alimento para el susodicho. De cualquier modo, en uno u otro caso, es posible ver el mundo en los ojitos redondos del perro sin dueño. Y siempre, pero siempre, es el mejor de los mundos. Lo sabemos quienes tuvimos la dicha, alguna vez, de sentirnos menos solos cuando acariciamos a un perro que dormía la siesta a nuestros pies.


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