Buenos y malos tratos

Por Carina Sicardi / Psicóloga Mat. 2600



casicardi@hotmail.com

“Hagamos un trato”, frase famosa por la hermosas palabras que forman la poesía de Benedetti… Hacer un trato genera tranquilidad, una tregua, reglas que nos permitan acercar a las partes desde pautas compartidas.
También podría pensarse como una manera de tratar, de intentar, sin certezas. Pero a la vez, un trato “legaliza” lo que las partes acuerdan, le pone palabras.
¿Qué sucede cuando este trato se convierte en mal-trato? En lo intrincado de los relatos de los pacientes, las historias se entrecruzan y se repiten, los personajes que se confunden, producen perplejidad. Relatos que son tortuosos, palabras que golpean. Palabras puestas en situación violenta, violentan nuestra escucha de otro que pasa de un discurso catártico a un mutismo furioso y está propenso a escuchar a la palabra como un golpe y a actuar hipnóticamente.
Cuesta escuchar aquello que nos golpea, aún en nuestro lugar de psicólogos.
Algunos adultos “tratan mal” a los niños para educarlos. “Le pego para que aprenda”, “prefiero que llores vos ahora, a que yo tenga que hacerlo después”.
“Le pego para educarlo, para corregirlo, le pego porque es mi hijo…” enunciará el discurso corrector intentando justificar la violencia… Pero por más que se invoque el límite, la violencia no es borde, es desborde.
Sabemos de la importancia del límite, que es la posibilidad que tenemos de considerar el andar del niño por un camino más seguro, pero el inconveniente surge cuando les damos sólo una opción, una ruta unidireccional. La forma de educar “con la pluma, con la espada y la palabra”, invoca el conocido “Himno a Sarmiento” que entonábamos en las clases de música en la escuela primaria.
Así aprendimos a ser exitosos repitiendo modelos, estilos estructurados para no pensar sino lo que ya estaba acordado. Por otros.
En ese momento también se hacían tratos implícitos, estudiar de memoria largas lecciones impropias, a veces inentendibles; repetir poesías gesticulando de manera teatral; desfilando por las calles para los actos escolares desde el famoso: “izquierda, izquierda, izquierda, derecha, izquierda”, todos marcando los mismos pasos, coordinando para no ser diferentes…
Aquí el mal-trato, surge del hecho que fue pensado e impuesto sólo por una parte.
De este exceso de reglas, se ha pasado muchas veces a la vereda de enfrente. Los polos opuestos se parecen. La falta de límites por no ser autoritarios generan la misma inseguridad que el exceso. “Nunca se puede perder el que no sabe a dónde va” diría Dolina.
Entonces, de creernos con derecho a casi nada, pasamos a sentir que es el otro el que no tiene derecho a nada. A veces hasta parece haber caducado el latiguillo “yo primero”, dando paso al “yo el único”.
La violencia recibida por el exceso de palabras descalificadoras y humillantes, el golpe como única respuesta, la penitencia imposible, marca tanto como el silencio, la ausencia, el ignorar al otro, la inseguridad que genera el no sentir, al menos por una tiempo, que alguien nos lleva de la mano.
Pegan a un niño, un niño es violado. Hay que encontrar rápidamente a un culpable, hay que sancionar y tutelar. Escuchar a un niño golpeado o abusado sexualmente, abandonado; escuchar a sus padres, convoca particulares localizaciones transferenciales. El golpe hace tambalear lo más íntimo de nuestro ser, nos envía a nuestra propia novela familiar.
En estos casos, los mitos individuales y sociales acerca del sagrado amor parental y el verde paraíso de la infancia, caen. Aquí el niño no es “su majestad, el bebé” como lo enunciara Freud.
El conmovedor amor parental se hace añicos y lo familiar se vuelve siniestro.
Diría Alfredo Grande, “ni el amor es siempre sagrado ni la violencia es siempre impía. Hay amores que matan y violencias que permiten seguir viviendo”.
Hagamos un trato, usted, que me ha acompañado desde el momento que decidió regalarme su tiempo y escuchar lo que yo quería decir, y yo, intentaremos en cada acto, por pequeño que sea, recordar que la perfección no existe, que los padres de libro, tampoco; pero que quizás sea posible, parafraseando a Barylko, querer al otro un poco menos y respetarlo un poco más.




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