El guardián del jardín

Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural

Cuando acudí la primera vez al lugar, me pareció un trabajo simple. Como muchas otras veces lo que había que hacer era trasplante, poda, ornamentar algunas zonas, partir.
Luego de algunas charlas cibernéticas previas, conocí a la dueña de casa, quien al explicarle lo que iba a hacer, simplemente asentía.
Acordamos algunas especies, materiales, compras para la ocasión y demás detalles. Aceptó la mayoría de mis sugerencias. Sólo cuando me referí a un sector en particular, ella puso un límite a mi ansiosa y -a veces quizás- algo torpe ilusión.
“Esas no se tocan”, dijo con una voz entre melancólica y consolada; “esas no”, resonó en mis oídos. Me quedé mirándola, al tiempo que preguntaba por qué…
Siempre que me ocurren estas cosas trato de darle un giro positivo a la cuestión. En los años de estudiante se aprende mucha teoría, con el tiempo y los gajes del oficio se aprenden otras cosas.
Y acá comienza la historia, definitivamente de amor, que atraviesa cualquier tiempo y distancia.
Aquel jardín, pequeño pero no tanto, albergaba en su esencia un manojo de sentimientos desconocidos para mí hasta atender el relato de mi cliente, frente al cual no sólo abrí los oídos sino también el corazón. Por cada sector habían quedado marcados pasos, huellas y por sobre todo impronta, la impronta de alguien que ya no está pero que sigue viviendo en cada uno de esos árboles y de esas flores que en cada primavera vuelven a regalarle a la dueña de casa el aroma de los azahares, los colores celeste y naranja que se mecen en delicada danza, para ella.
¿Cómo no querer contemplarlo intacto, eterno?
Apenas unos días trabajé en ese domicilio. Cada vez que llegaba me paraba por unos segundos a observar a mi alrededor, pensando que cada cosa estaba allí por algo. Así que puse manos a la obra y haciendo caso al pedido de mi cliente realicé mi trabajo acompañando aquel paisaje sin interferir demasiado entre estos dos enamorados.
Prolijamente cuidadosa, surqué esa tierra. Cada nueva flor que plantaba era una ligera pantomima, dejé fluir el agua por los surcos.
Por aquellos días el sauce eléctrico daba su palabra de una enorme copa, surgiendo los nacientes brotes retorcidos, emergiendo de las fibras más íntimas del vasto tronco que se encuentra enclavado como una fortaleza a un costado del jardín y que en verano acoge a sus moradores estampando sobre la alfombra verde, su fresca y gigantesca sombra hasta besar la eterna enamorada del muro. Por su parte, el limonero extendía finamente sus ramas hacia el cielo.
Planté con esperanza como siempre, y me fui.
Con el correr de los días ese patio se convirtió en un lugar especial. Con cada lluvia imaginé el esplendor rojizo de aquel macizo de achiras; con cada brisa el movimiento de aquellas ramas; el resplandor de las alegrías con el sol de los atardeceres.
Hace unos días tuve la suerte de regresar, y para mi deleite, todo estaba en perfecto desarrollo y a la espera de estallar las flores; las varas de agapanto erectas, prometedoras de su celeste luminoso; los hemerocallis agitándose en perfecta armonía.
Sin duda el lugar atesora en sí la energía, la voluntad, la imborrable estampa del mejor guardián; el abrazo perdurable, la presencia y la trascendencia del bello encuentro de amor, que allí ocurrió.

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