Mi paseo por las nubes - Septiembre 1º



AL FILO DE LAS SIERRAS

Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com

Hacía unos meses que venía planeando ese viaje, pensando en cada detalle, el equipaje, los horarios, no debía llevar demasiada ropa porque sólo serían unos pocos días, los suficientes para conocer el lugar y hacer algunos paseos, conseguir material para mis apuntes, fotografías, el paso obligado por alguna de esas casas de artesanías y llevar algún recuerdo que seguro quedará plasmado en alguna de mis paredes para cuando se me ocurra poder regresar con sólo una mirada.
Salí de madrugada, con toda la ansiedad que un viaje de esos implica. Luego de un transbordo en la ciudad, el ómnibus partió hacia destino, me acomodé como pude, arropada y preparada para pernoctar en el gentil asiento, cerré las cortinas porque no había nada que ver, excepto las gotas de lluvia que comenzaban a caer y dibujaban trayectos sobre los vidrios. Todo eso hacía que el lugar y el momento fueran ideales.
Y así transcurrió la noche, una marcha tranquila, un andar confiado, un sueño profundo y relajado.
Las primeras luces del día y el despertar de otros pasajeros hicieron que también amaneciera, me repuse, acomodé mi cabeza y giré varias veces mi cuello castigado, me incorpore y abrí las cortinas, los vidrios  secos, algo empañados, me devolvían la vista de un paisaje ya distinto. Aparecieron las primeras ondulaciones, el viento más frío ya me anticipaba la llegada; desayunamos, estiramos un poco las piernas y a seguir.
Aproximadamente eran las diez de la mañana al momento de arribar. Bajé con mi equipaje. En breve ya estaba en la posada, una casona de aspecto rústico, con los detalles de madera envejecida y agrietada, pisos con baldosas coloniales con ese olor a recién lustrados, un cálido living con sillones mullidos y un hogar encendido eran la invitación para quedarse y calentarse un poco las manos antes de subir a la habitación.
Una vez instalada, acomodé mis cosas, tomé lo indispensable y salí en busca de lugares por conocer. Cámara en mano traté de plasmar -al igual que en mi retina- cada paisaje, el color, los materiales, lo insólito y lo usual, la montaña, la pastura y el espinillo.
Formas puras, sólo líneas describiendo el paisaje, curvas, rectas, angulosas. Me desvelaba uno de los paseos a las sierras, todos en el lugar lo describían como una experiencia única.
Y así fue; al día siguiente de mi llegada, hicimos la excursión. Al principio sólo fue subir serpenteando la montaña, disfrutar las pinturas que ese lugar le ofrecía a mi entrenado ojo paisajista. Más adelante se hacía presente una espesa neblina que nos acompañaría en el resto del trayecto, la visión era posible a unos pocos metros, la adrenalina crecía, neblina, precipicio. El guía relataba a cerca de la belleza imponente que veríamos al final del recorrido. Nunca pude ver las nubes desde tan cerca. De repente el temor se transformó en una sensación serena, placentera, un instante inigualable. Todos los viajeros hicimos silencio a la vez, maravillados ante ese espectáculo que nos concedían como en una complicidad, las sierras (ya invisibles) y las nubes envolviéndonos a todos. Y créanme, al llegar al final nos recibió el sol, solo para nosotros, las nubes por debajo y más abajo todavía, la esperada panorámica del valle y el caserío. Se oían exhalaciones y el disparo de las cámaras fotográficas.
Luego de un breve pasaje y unas cuantas piedras recogidas (las mismas que hoy están en el centro de mesa de mi casa), retomamos la ruta, en silencio, nostálgicos, admirados, felices y con la promesa de volver a ese lugar plagado de emociones. El motor del vehículo. Bajamos. Las postales quedaron grabadas en mi mente y vuelvo a ellas cada vez que quiero, para recordar mi paseo por las nubes.


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