Contratapa


Merendando en un bar*

Por Enrique Medina

Domínguez recorre Corrientes en busca de un bar. Se ubica en una mesa del medio.

Es irrespetuosamente joven. Apretando la culata del revolver escondido en el bolsillo derecho de la campera, el muchacho entra al bar. Arrinconada, con toda la vidriera, la mesa que les pertenece está libre. Con desgano saluda al mozo y va al baño. Orina. Se mira en el espejo. Se ve tan vencido que no tiene ánimo para acomodar el mechón que le cae sobre la frente. Infinitamente veloz, se le cruza la imagen de ella realizando el acto. Cierra los ojos para defenderse; pero ella lo mismo le sonríe, levanta la mano, le acaricia la frente y le acomoda el cabello rebelde. Abre los ojos. Se ve tan viejo, tan inútil, tan poca cosa, que se desconoce. Apretando la culata del revólver va a la mesa. Se sienta del lado del rincón para dejarle a ella el último sol de la tarde. El mozo le trae el café y le habla de fútbol; pero, ante la indiferencia del muchacho, absorto en la gente que camina en la calle, se va.
Ella acaba de doblar la esquina de la vereda de enfrente. Se detiene para responderle a una mujer que le ha preguntado algo. Enseguida cruza mirando hacia ambos lados; este movimiento y algo de brisa cómplice le mueve el pelo, suelto hasta la cintura. Todos la miran. Hasta el mozo y el barman, para quienes ya no es novedad pero sí repetida alegría cada vez que ingresa en el bar. Ella sonríe y agradece, como sabiendo que por delante tiene una vida ancha y larga, indulgente, tentadora. Simpática, formal, le da un beso en la mejilla. El sol se está yendo y el fresco aumenta, pero igual, ya sentada, se quita el tapado dejándolo caer sobre el respaldo de la silla. Siempre que realiza este gesto, él escucha rumores en el pecho, rumores cálidos que le recorren el cuerpo con regocijo. Rumores que ya no son compartidos. Lo dos lo saben. Todo ya está hablado y él aprieta la culata del revólver para que el rumor, que no deja de caminarle el cuerpo, se detenga. El mozo deposita el té para ella y, presionado por el frío que percibe en la mesa, o porque le gusta hablar, o porque es curioso, o porque se cree en la necesidad de intimar con los clientes, intenta el diálogo, pero en la mesa el frío aumenta, por lo tanto se va. Consciente del momento, ella se concentra en revolver el té, echar unas gotas de limón y beber unos sorbitos. Apoya la taza en el plato, mira al muchacho y habla. Habla. Habla con respeto, con calma, queriéndose hacer comprender, tratando de no herir pero sí ser concreta. Esto es lo que él supone mientras aprieta la culata del revólver; supone, porque no la escucha. Aprieta la culata y la suelta y vuelve a apretarla y suelta y acaricia el caño helado y hasta con el índice llega al agujero por donde saldrá la bala que pondrá las cosas en orden. Orden que se rompió sin que él lograra hacerse cargo. Y él jamás podría haberse hecho cargo porque cuando se acaricia una piel como la de ella, un pelo como ese, y se besan esos labios convencido de que ni dios ni el mundo existen, uno no puede hacerse cargo de nada, ni de algo que se esfuma, se escapa o se pierde. Quizás esa sea la incógnita más grande de la existencia: no darse cuenta de que la película ya terminó y que uno debe salir del cine porque hay otro que quiere y tiene derecho a entrar a verla. Y ella es una película muy especial. Ella concedió esta última cita por la insistencia de él pensado que a lo mejor es necesaria para que acepte, comprenda la realidad de una buena vez y la deje en paz para hacer su vida. Él quisiera entender pero no oye nada. Se afirma apretando la culata, sin saber (porque jamás leyó un libro y apenas fue hasta segundo grado) que repite la despedida de Kerouac cuando la negra le dice que ya todo terminó y que si él lo desea ella puede verlo de tanto en tanto pero sin ilusiones. Con tanta fuerza aprieta la culata que, si pudiera verse a través de la ropa, descubriría que la piel de su puño está a punto de estallar. En vez de esto, mira a un anciano entrando al bar, lo observa fumando, tomando café, mirando la gente pasar. Ella termina de hablar, se ve que no tiene más que decir. Él comprende que vive el instante en el que debe sacar el arma. Ella murmura algo, ya de pie se pone el tapado, se inclina para darle el último beso en la mejilla y para no perder el equilibrio, le apoya la mano en el hombro. Cuando ella comienza a girar para irse, él siente que le aprieta el hombro. Ahora escucha los ruidos del bar. Ahora, que ella se está yendo sin sol, que cruza la puerta y ya no la ve. Ahora, deja de apretar la culata del revólver y se cubre la cara con las manos. Llora porque se cree un cobarde. Pero dentro de algunos años, segundos antes de morir tras asaltar una gasolinera, recordará que en este momento, del que soy feliz testigo (piensa Domínguez), le sucedieron dos cosas que fueron esenciales en su vida: una, que al no sacar el revólver se recibió de hombre; dos, que tuvo la suerte de sufrir por amor.

* Del libro El escritor, el amor y la muerte

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