Contacto


Por Antonio Cedró

La red nos trajo nuevas formas de relacionarnos. Inexplicables, difíciles de entender para los más ortodoxos. Desde parejas que se conocieron por canales de chat, hasta grupos de fans o comunidades que compartes gustos, hobbies o actividades que se desarrollan principalmente online. Pero siempre al final del cuento, el ser humano necesita del contacto. Físico. Verse cara a cara. Soy un crítico de la despersonalización que se impone en internet. Pero veamos uno de los fenómenos que se produce cada vez con más frecuencia: el contacto.
Hace unos años que pertenezco a una comunidad muy específica de Latinoamérica y España. Seremos alrededor de entre 80 y 50 miembros, con edades que van desde los 21 a los 50 años (nuestro miembro más nuevo tiene 66 años; y el más joven, de 17, prefirió  el contacto más estrecho; recientemente se puso de novio.  ¡Y lo bien que hace!). 
¿Cómo le decís a un tipo que nunca viste, pero con el que pasás hablando tal vez más horas semanales que con tus compañeros de trabajo? ¿Amigo?  ¿Compañero? Aquí están esas nuevas formas de relacionarnos de que les hablo. Les dejo unos ejemplos: la esposa que no conozco de uno de esos compañeros de ciberespacio que vive en Bahía Blanca, tejió (físicamente) una camperita para mi bebé y me la hizo llegar. Hace unos meses llamé al padre de uno de estos chicos para darle el pésame. Su hijo,  Alexey, mi amigo virtual, había sido baleado y muerto en la vereda de su casa mientras lavaba su auto en Maracay, Venezuela. Y duele lo mismo que si lo vieras todos los días, créanme. Su nombre en el Messenger permanece  allí, inactivo para siempre.
Un año atrás unos 24 nos juntamos en Rosario para despedir el año, y algunos para vernos las caras por primera vez. Desde Estados Unidos y Venezuela, de Mendoza y La Plata, chabasenses, rosarinos, venadenses, marplatenses y porteños. Nos encontramos, compartimos un asado de rigor, intercambiamos regalos, y fue como si la última vez que nos habíamos visto hubiera sido el día anterior. Mi amigo Irving, de Venezuela, me llamaba hermano; Carlos de Fort Lauderdale, criticaba el punto del asado de Germán (un rosarino grandote de zona sur), con una confianza peligrosa hasta para el más cercano de los amigos. El vino traído por Matías, el mendocino, obviamente. Una especie de remedo de la red, en vivo. Un ensayo, un experimento social, de gente de verdad, de carne y hueso, que se reía  en directo sin pérdida de paquetes ni firewall ni router de por medio.
Y la interacción constante empieza a producir otros fenómenos; el idioma se empieza a licuar. A veces se me escapa un “mi pana” y a Audrey, un caraqueño de 22 años que estudia periodismo, cuando me dice “boludo” le digo que es en realidad un rosarino que se hace pasar por caribeño y le sale mal. Esas cosas nos trajo la red. Así conocí a Juan, un valenciano de vacaciones por el mediterráneo que me manda fotos del lugar donde nació mi bisabuela. Maravilloso. El Covi, poseedor de un sentido del humor infinito, de un pueblito de Jaén parecidísimo a este. Richard, que desde Maracaibo insiste: “Che, vente pa’mi casa las próximas vacaciones”. 
Internet no es, y ojalá nunca sea, un reemplazo del barrio, del club, de las escuelas, los bares, etc. Pero permite, para bien y para mal, que gente que tiene intereses comunes, muy puntuales, se conecte y comparta sus gustos. Multiplica por cientos, miles, las posibilidades de encontrarnos con gente como nosotros. Entonces, repentinamente quien practique bonsái en Villada, ya no está solo. Y un filatelista de Tucumán puede intercambiar ideas con un par de Nueva Zelanda. Después, las cuestiones culturales e ideológicas harán su parte, por supuesto. No se confundan, eso no es globalización, es el barrio que ha crecido, nada más.
Pero de ahí a terminar en una playa de la Florida tomando una cerveza con 23 amigazos que ves por primera vez en la vida, hay un paso. 

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