Habitación 34 - Agosto 1º



RUINAS, EN MELINCUÉ

Por Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com

Me gusta caminar por su costa, respirar el aire húmedo con olor un poco a río un poco a mar; y en verano, sumergirme en el yodo consiguiendo así gratis una sesión de fangoterapia.
La vista me devuelve un horizonte recto y por momentos completamente azul. Se oye la serenidad de la tarde, el aleteo de las gaviotas que vuelan alborotadas ante el ruido de una embarcación que merodea la zona; los flamencos, rosados, quietos, fieles a su comarca.
Avanzando entre los charcos que dejó la última crecida de la laguna, las toscas, la arena plateada, llego a destino. Ahí está, en ruinas, con las marcas del desastre. Me adelanté unos pasos más hasta la puerta de ingreso tratando de armar en mi cabeza la fotografía que vi hace unos meses del Viejo Hotel, una fuente pequeña cubierta de venecitas celestes que se desprenden del cemento de tanta soledad. Me senté a observar la escalera, imaginando a los pasajeros llegando y la servidumbre dándoles la bienvenida.
“No se puede entrar”, escuche detrás de mí. Un señor ya anciano que usaba un bombín me advirtió del peligro de derrumbe. Le expliqué que no tenía intención de hacerlo, entonces se acercó y tras una larga pausa con la mirada clavada en la laguna, me hizo su relato.
Corría el año 1939, el complejo transitaba su esplendor. Los turistas que se alojaban allí, iban a disfrutar de los baños termales, conocían el paisaje lacustre, algunos decían que era un ojo de mar. “Victoria se llamaba ella”, dijo con nostalgia; la había conocido en un viaje, en el tren a Santa Fe, estaba casada hacía unos años. Él se llama Manuel y estaba solo. Desde aquel día, no pudieron separarse. Cada mes se juraban amor eterno. Años pasaron, y la promesa de vivir juntos seguía indemne. Los paseos por los jardines, las charlas interminables, las caminatas por el camino de la isla, sólo para ellos. El agua se llevó sus secretos que de vez en cuando golpean contra las piedras, transformándose en espuma espesa. La cena a la luz de las velas y el piano de cola sonando en la escena perfecta. Ella bajaba las escaleras, con el rostro iluminado buscando la mirada de su amante. La habitación 34. Sus paredes aún erguidas como una fortaleza, atesoran risas, abrazos, corridas, el sonido del satén rosando el piso, la voz de ella llamándolo desde la ventana. La promesa ya por cumplirse. Ella se fue de casa y el tren la llevó hasta aquella posada, a la espera de él; 5 años habían pasado. Ese día, el caos se adueñó de la ilusión. Una impresionante crecida inundó el hotel quedando gran parte de la planta baja anegada, por lo que los viajeros debieron abandonarlo. Manuel no llegó. En medio del barullo y la desesperación, corrían voces de un accidente en el camino. Manuel no llegó.
Durante casi 26 años, el hotel estuvo cerrado. Victoria iba al pueblo y miraba de lejos aquel lugar en donde sus  sueños quedaron dormidos. Hasta que un día sus puertas se volvieron a abrir; el hall recobró su esplendor; los muebles de estilo, desempolvados, revelaron su brillo; otras parejas a correr por los pasillos.
Victoria se quedó a vivir allí, en la habitación 34, donde fue feliz.
Tiempo después una terrible lluvia sumergió al hotel completamente. Todo quedó bajo el agua, el lujo, la pana, las finas maderas, el piano de cola. Ella se durmió entre las sábanas, esperando la llegada de Manuel. Sólo escuchaba el silbato del tren y el golpeteo furioso del agua en las paredes…
Hice unos pasos para salir de la escalera, pero antes le pregunté al anciano: ¿y usted, cómo se llama? Quitándose el bombín, me dijo: Manuel.
  

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