Por Alejandra Tenaglia
Hay quienes lo
sufren de principio a fin, buscando siempre un huequito donde darle calor a las
manos, si es que no hay una estufa/calentador/calefactor cerca, frente al cual
acurrucarse aún más de lo que se está desde esa hora infausta en que hubo que
salir de la cama para rumbear al trabajo. Ya ahí, cuando comenzaba la jornada,
se renegó contra la presente estación al son de un explícito “¡invierno te
odio!”; contra la necesidad de salir a laburar en un simple “¡eso me pasa por
ser pobre!”; y contra todos aquellos que gustan del frío y sus menesteres,
exclamando sin concesiones: “¡están locos!” A lo largo del día continúa la
odisea, sólo menguada por un matecito o té en el negocio, que además de
insuflar bienestar al interior del cuerpo, permiten abrazarlos bien fuerte con
todos los dedos, ansiosos de una alta temperatura que los contagie. Luego,
gestiones o compras que exigen enfrentar el viento inclemente, al que hay que
ser muy valiente para desafiar en bicicleta y estar incluso a pie, dispuesto a
perder la elegancia por un rato, pues los cabellos se vuelven terminantemente indomables,
la chalina toma direcciones absurdas y en el intento de contestar a un “¡buen
día!” que proviene desde esa montaña de ropa que va por la vereda de enfrente
cuyo dueño no tiene ni idea quién es, decía, en el intento de contestarle el
saludo, ha obstaculizado el tránsito. El muchacho que conduce la vieja chata,
con la bufanda hasta la nariz –lo cual indica que de calefacción ni hablar-, la
mira severamente mientras con un gesto la invita a que termine de cruzar de una
veeeez.
Diga que a usted
la música le alegra el alma, y no es de arredrarse ante los problemas, por lo
cual después de un rato logra enchufar el cablecito al celular, prender la
radio y colocarse el auricular. Sube el volumen y allá va, cual Quijote en
medio de la campaña pero sintiéndose en los Alpes suizos. Qué maravilla lo que
logra la imaginación y el arte. Mi terapeuta tiene razón, piensa con una
sonrisa delfinesca, hay que aprender a disfrutar todos los momentos. Mientras
divagaba por el jardín de los siempre bienvenidos pensamientos positivos, ha
entrado al Banco a cumplir con sus obligaciones ciudadanas y pagar los
impuestos. Allí fue cuando se le nubló la alegría recién comenzada y sobre todo
la vista, puesto que sus lentes se empañaron ni bien dio el primer paso en el
interior de uno de los lugares al que además, detesta con toda su alma. Busca
en su bolsito un pañuelito descartable, otra vez la saluda alguien enfundado
hasta las orejas a quien probablemente tampoco reconocería de usar el rostro
descubierto porque, como ya dijimos, sus anteojos han quedado como si acabara
de colar fideos con ellos puestos. Entre una y otra cosa, se le ha caído un
guante sin que usted lo advierta; pero como aún queda gente amable y también
casualidades de esas que unen destinos en momentos inesperados, ya hay un
muchacho recogiéndolo, entregándoselo, mirándola a los ojos y robándole en ese
mismo y simple acto, el aliento y una sonrisa tímida pero prometedora que el
susodicho devuelve generosamente. “Gracias”, dice apenas. “De nada”, responde
el muchacho que además agrega, “yo tengo como 2 ó 3 guantes solos, no me canso
de perderlos; pero no puedo salir sin ponérmelos, tengo las manos siempre
heladas…” Miren con qué facilidad, hechos aislados se convierten en agoreros,
sellando el futuro de ateos absolutos, creyentes desmedidos, ortodoxos
vehementes y hasta pesimistas crónicos, al encontrar un otro con gustos y -sobre
todo- sufrimientos, similares.
La cantilena del
invierno y sus molestias ya es punto de apoyo del diálogo. Aunque el sentirse
acompañados parece haber balanceado un poco la cuestión, porque están también
ahora refiriendo a las bondades de la estación, la posibilidad de que nieve en
la región y hasta han virado a agradecer el tener abrigo, techo, trabajo,
¿sabés lo que debe ser dormir un día como hoy en la calle?... De ahí a las
injusticias que arrecian el planeta, el discurso está a un paso muy fácil de
dar, en conversaciones con desconocidos, a quienes no venimos aturdiendo desde
hace años con el mismo palabrerío. Y hasta es posible que una opinión emitida
pueda robustecer aún más esa primera atracción que sucedió en el cruce de
miradas… “Su turno”, le avisa la doña que está detrás de usted en la cola.
“¡Ah!, sí…”, dice sonriente mientras avanza por el breve y zigzagueante
pasillito en dirección al cajero número tres. Boletas, dinero, tickets; sale.
El muchacho no está. Se le borra la algarabía. Y cuando bajando la escalera,
está por empezar a maldecir nuevamente al frío y al viento y a la nube que está
ensombreciendo la ya gélida mañana, escucha… ¿tomamos un café? Y sí, la Ross
tiene razón, aunque no lo veamos, el sol siempre está…
No hay comentarios:
Publicar un comentario