Por Carina Sicardi / Psicóloga
Entre tantas palabras psicológicas que
se han popularizado, aparece Narciso. Hasta el personaje de Florencia Peña en
el programa “La Pelu”,
cuya propaganda no dejan de repetir, nos muestra parte de este concepto.
En la mitología griega, Narciso era un
joven cuya belleza enamoraba a hombres y mujeres, rechazando él a toda persona
que le declarara su amor debido a su extrema arrogancia. Entre ellas se
encontraba Eco, una ninfa condenada a repetir lo que los demás decían. Por ello,
no se animaba a declararle su amor. Hasta que un día, escondida entre unos
árboles, le gritó a Narciso: ¡Aquí, aquí!, ¡Ven, ven!, pero cuando él la vio,
con los brazos abiertos, esperándolo, la rechazó abiertamente.
Fue tal la humillación por el rechazo,
que Eco se escondió para siempre hasta convertirse en roca, y sólo quedó su
voz.
Un día, Narciso, como castigo por
tanto engreimiento, se encontró con el reflejo de su imagen en un arroyo, y
quedó tan enamorado de él, que no pudo apartarse, hasta que acabó arrojándose a
las aguas. En ese lugar creció una flor hermosa, en honor y memoria a su
belleza, que lleva su nombre.
Freud toma este mito para explicar al
amor que el sujeto dirige a sí mismo como objeto, que puede ser normal o
patológico, en este último caso, cuando el sujeto tiene una excesiva
autoadmiración y fascinación.
Esto nos plantea un interesante camino
a seguir. Aquel reflejo que vemos ante el espejo, que nos encuentra con
nosotros mismos, ¿es en verdad lo que somos?
El esquema corporal se refiere
centralmente a lo que podemos medir, pesar, comparar. Es lo que uno puede
representar acerca de su propio cuerpo.
Pero muchas veces, el espejo nos deja
un mensaje que no podemos decodificar correctamente. Entonces suele suceder que
personas que han correspondido siempre al percentil 50 en las estadísticas de
peso y talla, de a poco comienzan a cambiar de talles de ropa, cada vez más
grandes, mientras se siguen viendo con varios kilos menos. O al revés, dietas
que parecen no tener fin a pesar de la delgadez lograda, ya que el espejo les
muestra “una chopera importante”, existente sólo para quien lo enuncia.
La imagen corporal es inconsciente, singular,
única, propia de cada sujeto. Es incomparable e inmedible. Muchas veces está
atravesada por la palabra del otro. Entonces, una persona que fue nombrada como
la “gorda” del curso, es probable que siga viéndose así aunque la balanza no
diga lo mismo. O la crueldad de los insultos callejeros como “largá los
postres”. O la necesidad de agradar, de ser buenos, porque “encima de gordo,
odioso”. “La pinta es lo de menos, vos sos un gordo bueno”, repica una pegadiza
canción de los 60 ó 70, indicador que no son temas que pertenecen a una
juventud descarriada y sin retorno. O la obligación de ser flacos porque
pertenecen a una academia de baile, al mundo del modelaje, etc., que así lo
indica.
Nos venden y compramos la idea de que
ser flacos es sinónimo de belleza y éxito. De encanto y triunfo. De buen gusto
e inteligencia.
Ser flacos y duritos. Sin pozos ni
marcas que indiquen la imperfección o el paso inexorable del tiempo.
Sin fisuras. No podemos equivocarnos y
si lo hacemos, asumimos la culpa hasta somatizar, o la derivamos a los padres,
que “algo habrán hecho para que nosotros seamos así”.
En pos de eso, existen sujetos cuyo
narcisismo exacerbado los hace verse no sólo únicos e irrepetibles, sino los
mejores, superiores, inmejorables.
Al igual que nuestro mitológico
Narciso, estas personas no pueden dejar de mirarse en los espejos,
convencionales o no. Recordando a la malvada madrastra de Blancanieves,
sintiéndose que sin ellos no hay nada. No hay registro posible del otro. Yo,
yo, yo. Desde cualquier aspecto que se plantee. Si alguien sufre, él más. Si
alguien es lindo, él es bello. Si otro es inteligente, él es genio. Lo enuncie
o no. Lo cree así y por lo tanto es.
La belleza de la flor de narciso nos
lo demuestra: nada es ideal. Belleza, arrogancia, amor, desamor, dolor y muerte
como parte de un símbolo que nos atraviesa, aún ahora…
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