Por
Verónica Ojeda / Téc. en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com
Hace un tiempo
atrás emprendí un viaje, un viaje que con el correr de los meses se convirtió
en mi andar cotidiano.
El día comienza con
ese trayecto donde, si bien el paisaje iba cambiando junto con las estaciones,
inevitablemente iba mutando además desde otras perspectivas; es decir, los días
no fueron iguales hasta aquí.
Comenzamos por
mañanas cálidas de febrero que fueron pocas, aún nos iniciábamos con el sol,
los pastos brillosos nos contaban del rocío de la noche anterior, la ruta
silenciosa, el asfalto fresco. Algunas pocas casas con sus moradores en pie.
Los campos verdes
todavía, bendecidos en ese momento por las lluvias, prometedores de la buena
cosecha.
La incertidumbre
del primer día, el reloj apabullado.
La monotonía de
algunos viajes (que fueron los menos), hacía que jugara a descubrir la sombra
del ómnibus proyectada en los campos. ¿Qué otra cosa podía hacer desde mi
asiento, durante ese trayecto de treinta minutos? Contaba las siluetas de
álamos que ya perfilaban el otoño, la partida no era tan clara en ese entonces,
las hojas recién empezaban a caer. Los plátanos que escoltan el gran camino,
mostraban una figura irregular, pues estaban perdiendo su densidad.
Por suerte la
rutina no fue tal cruel, porque con cada viaje nuevos peregrinos se hicieron
presentes. Otras mujeres en el mismo camino, trabajando en busca del sustento
de sus vidas, recorriendo kilómetros con charla obligada que iba desde la
familia, los hijos (que siempre son los que más están presentes), los días
difíciles, alguna angustia pasajera, y también hubo por suerte días de mucha
risa.
El invierno se
aproximó cruel, la noche se prolongaba hasta un tiempo después de haber
arribado a destino. Llegaba a mi trabajo y la única compañía era el aroma a
café. La claridad del día se hacía esperar.
La idea de no saber
a qué hora estaría de regreso, se apaciguaba al no saberme sola en este retorno,
porque allí estaban mis compañeras de viaje y de alguna manera la pena, cuando
se comparte, se hace más chiquita y hasta se olvida.
Algunos viajes no
fueron muy afortunados, la niebla impedía que podamos ver el camino, literalmente
hablando, pero estábamos ahí contra viento y marea para ganarnos el pan de cada
día.
Luego vinieron la
escarcha y el hálito helado. La espera se hacía eterna. Cuando emprendíamos el
viaje, asomaba la charla de todos los días, comentarios sobre algún suceso
local, intercambio de pensamientos y opiniones. Qué lindo es compartirlos, ¿no?
A uno se le ensancha la visión de las cosas, al escuchar otros puntos de vista.
Finalmente la
primavera llegó, devolviéndonos la claridad que otra vez nos acompaña en esta
senda que recorremos día tras día. Nos regala además, espléndidos aromas al
pasar por las veredas floridas. Un jazmín que pende de un hilo pero sin embargo
derrocha flores, unos dietes prometiendo llenar de color el cantero, la
enredaderas con sus hojas nuevas, y los plátanos del gran camino, furiosamente
verdes.
Todo eso trajo la
primavera. Eso. Y el deseo mío y de mis compañeras, de seguir juntas por esta
misma senda.
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