Por Enrique Medina
Mi general Manuel Belgrano fue, es y
será, el monumento frente a la casa de gobierno. Es el militar Belgrano con
gesto de entrega vehemente, incitando a los mandatarios circunstanciales en el
ejercicio del poder a respetar y cumplir con el sagrado destino que ellos, los
héroes fundamentales, instruyeron para bien del país. Para mí es muy especial
esa estatua porque la tengo grabada desde el bombardeo a Plaza Mayo (sin “de”)
en el 55. Cenábamos en el comedor del instituto mientras escuchábamos radio.
Pasaban comunicados y música clásica. Se especulaba en medio de la confusión.
Presumí que ese bombardeo significaba un punto y aparte para algunos de
nosotros. Para mí fue el último año en Las Tumbas. Muchos eran los rumores pero
mayor la incertidumbre. Con otros dos compañeros decidimos ir por la noche a
ver los destrozos causados por el bombardeo al gobierno de Perón. Como se había
establecido “estado de sitio”, más de dos personas juntas no podían transitar,
decía la radio; y se aconsejaba no salir; lo que para nosotros, que éramos los
duros de las tumbas, sonó a desafío. Así que dos fuimos por una vereda y el
otro en la de enfrente, turnándonos. Las calles no estaban muy iluminadas, casi
que no. No se veía a nadie, ni autos ni transportes, puro silencio. Ni policía,
ni milicos ni nada, sólo nosotros chiflándonos contraseñas. Llovía suave.
Llegamos a la plaza. Había alguna que otra luz y pocas personas curioseando,
pero nadie en grupo, salvo nosotros. Aparecieron unos policías con el mismo
interés que nosotros: chusmear. Nos vieron muchachitos incautos y sin peligro;
no nos dijeron nada. Los pocos que deambulábamos lo hacíamos con la misma
discreción que en un museo de arte. Recuerdo una paloma sobre un cable. Quieta.
Pensamos que el fuego de la explosión de una bomba la había petrificado o algo
así; la veíamos negra, porque era noche y porque ese bicho se veía negro. Para
el Juanca no se movía porque debido al susto de un estruendo había apretado las
patas y ahí se había quedado dura, electrificada, fatalmente, transformándose
en una estatuita de mal agüero. Vimos colectivos incendiados, ya con poco
fuego; otros retorcidos de tan quemados. Una ambulancia dando vueltas sin
alarma se detuvo y se llevó un cuerpo, sorteando un auto destrozado como una
lata de sardinas mal abierta. Dentro de otro auto, sin los asientos delanteros,
se había formado una lagunita de color rojo mezcla de sangre y lluvia. Corito
se acercó y dijo que había un bulto, una persona muerta. No quise mirar y seguí
hacia la Casa Rosada. Y vi que Belgrano estaba por caer del caballo, es decir
se estaba por venir abajo el caballo con su jefe (tendría que averiguar el
nombre del caballo, o inventarle uno, se lo merece). El monumento había
recibido una bomba justito al lado de la base y, por suerte, lo más que se
había logrado con la explosión fue un enorme agujero, un tremendo pozo que
había hecho tambalear al animal y su jinete. A las bombas les faltó apenas un
pelito para llegar al sacrilegio. Por suerte, el héroe estaba intacto pero tan
inclinado que pensamos se caería en cualquier momento. Juanca decidió buscar
algo para sostenerlo. Buscamos y hallamos un poste de luz fuera de su agujero.
Un tipo recogía lo que encontraba útil y lo metía en una bolsa. Eran los
rapiñeros. Otro nos dijo que tuviéramos cuidado con los cables porque debido al
agua aún podían tener corriente. Nosotros éramos fuertes pero el poste más. Así
que nos costó esfuerzo colocarlo como queríamos. Hicimos un hoyo en la tierra
para afirmarlo. Y para que no resbalara en la punta de arriba, pusimos una
madera como cuña en el cuerpo de Belgrano. Quedó firme. Ya estábamos seguros de
que no se caería. Fanfarroneamos por el logro, por haber hecho bien el
trabajo. Y no se cayó. Amainó la lluvia.
Sin hablar, volvimos a Las Tumbas. Yo, ya convencido de irme en unos días a
Comodoro Rivadavia para trabajar en la explotación del petróleo, sin imaginar
que terminaría cavando zanjas en el desierto; el Juanca se iría a probar en San
Lorenzo como wing derecho. Y Corito vería qué hacer con tanto amor a la música
y su clarinete; quizás por su antecedente de monaguillo, afirmó que aquella
noche, para nosotros, fue una epifanía. Puede parecer estúpido, irreverente o
un despropósito, pero fue así, una epifanía, porque pasados los años y los
gobiernos, un día nos volvimos a juntar y fuimos los tres a ver el monumento y,
casi puedo jurarlo, Belgrano, derechito sobre el caballo, nos guiñó el ojo. Por
eso, para mí, ese Belgrano, mi querido general, representa, en todo y en sí, en
la actitud triunfal y poderosa que ofrece enarbolando la bandera que flamea
alegre, la argentinidad plena, majestuosa y cabal.
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