Por Ana Guerberof
ana.guerberof@gmail.com
Desde
España
Que le roben a un banco
hoy por hoy suele provocar en las personas un ligero sentimiento de
satisfacción, de revancha. Todos vemos en el ladrón a un Robin Hood de los
bosques. Sin pensar en los posibles daños, no ya económicos sino personales, la
mayoría piensa: ¡Que se jodan! (los bancos, claro está).
Y sí, a esto hemos
llegado después de siete años de crisis y de varios rescates a la banca. La
gente está enojada. Además, la información de los medios de comunicación no
ayuda: unos defienden los rescates como una necesidad imperiosa para salvar al
país del descalabro económico y generar trabajo (en definitiva, volver a entrar
en la rueda), y otros condenan lo que ven como una ayuda desproporcionada que
no se traducirá en beneficios para los que realmente pagan las deudas, es
decir, los ciudadanos. Los recientes sucesos de Grecia muestran el grado de
saturación del ciudadano medio y su falta de confianza en los organismos
financieros. Fuera cual fuera el resultado de las negociaciones del gobierno
griego con la temible troika, quedó bastante claro que los griegos estaban
hartos y que habían perdido la fe, que tenían hace unos quince años, en las
instituciones.
Por todo esto, cuando leí
en The New York Times que un hombre había robado una sucursal del Banco
Santander en Queens (Nueva York), lo primero que me vino a la cabeza fue
precisamente eso: ¡Que se joda el Santander! Admito que esta confesión no dice
mucho de mí como ser racional, dejarse llevar «por la crispación» no es bueno,
pero, si sirve de atenuante, es totalmente sincera. La noticia decía que un
hombre, vestido con un buzo gris y pantalón haciendo juego, había entrado en la
sucursal y había pasado un papelito al empleado de la ventanilla en el que
decía: «Deme todo lo que tenga. Llevo un revólver». El sabio empleado entregó
lo que se le pedía, como hubiéramos hecho todos nosotros, sin rechistar. El
botín que entregó al malhechor contenía 1.212 dólares. Seguramente el empleado
bancario pensó: «Pobre desgraciado». Y luego: «Y por unos míseros mil dólares,
ahora me voy a tener que quedar hasta las tantas para prestar declaración a la
policía». La vida del trabajador. Ingrata. Pero aquí llegamos a la parte más
interesante de la noticia. El ladrón toma el dinero y no corre, no, sino que
sale de la sucursal en una silla de ruedas. Sí, han leído bien, en una silla de
ruedas. Las cámaras del banco y de los comercios de la zona recogen el momento
en que el ladrón huye tranquilamente empujando su silla. Pensé en ese momento
que era un golpe maestro, un disfraz impecable, nadie pensaría que un
minusválido que se desplaza por el barrio de Queens acaba de atracar un banco
de la familia Botín (sí, curioso apellido para unos banqueros) en Nueva York. Y
si lo supiera es posible que, junto al sentimiento descrito al inicio de la
crónica, sintiera también algo de admiración por lo que interpretaría como un
plan perfecto (si no tenemos en cuenta la cantidad de dinero robada).
Pero, haciendo honor al
título de esta sección, la realidad siempre supera a la ficción. El ladrón, que
se llama Kelvin Denninson y tiene 23 años, está paralizado de cintura para
abajo y vive en el mismo barrio (relativamente cerca de su «escenario del
crimen»). No se sabe si Kelvin tenía realmente el arma con la que amenazó de
forma epistolar al empleado en el momento del atraco ni qué pretendía con su
hazaña. ¿Probar que podía hacerlo? ¿Estaba harto de que lo ningunearan? Lo
curioso del caso es que según ha declarado el propio Kelvin su parálisis se
debe a una bala perdida durante un tiroteo en su barrio. Trágico.
Lamentablemente, el reto
le ha salido caro a Kelvin ya que está detenido por robo con intimidación bajo
fianza de 15.000 dólares. Doce veces la cantidad de su botín. Y pensar que hay
exbanqueros y exdirectores del FMI, y no diré nombres, que han robado millones
y que pasan sus vacaciones en un yate navegando por la isla de Mallorca. Mundo
cruel.
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