No se es independiente por el sólo
hecho de no tener rey o señor o patrón o simple mandón a quien obedecer, sino
por el ideal hacia el que se avanza como conejo tras su zanahoria; y por cada
uno de los pasos que se da; y hasta por el modo en que se los da. La libertad
identificada con la “ausencia de dueño”, es pobre apariencia, apenas una mueca,
un comenzar que se desvanece fácilmente si no se lo dota luego de la
consistencia que los actos tienen. Se requiere la presencia de un proyecto que
haga de esa disponibilidad, una afirmación que encarne y muestre, lo dueño que
somos de las decisiones que tomamos. Ni más ni menos que aquello que engloba
esa palabra tan difícil de entender en la escuela secundaria: soberanía.
200 años han pasado desde el 9 de
julio de 1816, declaración de independencia que tanta sangre ha costado a esta
patria, hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, y no solamente por
enfrentamientos con los invasores españoles. Las luchas intestinas por definir
la forma de gobierno, también insumieron vidas de a montones. No ha sido ni es
fácil el camino. Los tentáculos de las potencias extranjeras, siempre acechan;
y la celeste y blanca, lamentablemente, no ha flameado ni flamea en todas las
almas de los que aquí habitan.
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