Por Sebastián Muape / sebasmuape@gmail.com
La democracia aun no camina sola pero nosotros, los
nuevos púberes, ya ganamos el derecho a transitar madrugadas heladas en la
esquina, en el club o por alguna peatonal céntrica, con los ojos llenos de neón
y dolor en la nuca por tanto rotar el cuello ininterrumpidamente, para que todo
sea focal.
La constante en esos años se define por la necesidad de
juntarnos tres o cuatro para hacernos acreedores de una Coca con galletitas
agridulces o algún otro suntuoso manjar. De todas maneras es preferible hacerle
frente a la noche, aun con escuálidos bolsillos; por sobre la idea de quedarnos
en casa al calor del kerosene, viendo “Función privada” o “El show del Clío”.
Para las novias falta más de un rato y mis amigos no fuman delante de sus
padres, por cuanto la calle es un refugio de persianas bajas y locales
abandonados, donde en otros años se intentó, entre otras proezas, la suerte de
una zapatería que hoy muestra una cara triste y con vidrios pintados del lado de adentro, a
puro brochazo de cal y huecos disimulados con hojas de diario.
Con Martín estamos en la esquina de siempre; esta vez
Paira no nos pidió piedad, porque somos dos y porque hablamos bajo y sobre todo
porque no nos reímos, ni un poco nos reímos. Hablamos bajo porque no tenemos ni
puta idea sobre religión, sobre dios, el anticristo, el “seis-seis-seis” hecho
persona en Damien, la vida después del umbral, el bien y el mal y el hilarante
testimonio de la vieja de Manolo, quien dijo haber visto a una mujer vestida
con tules blancos caminando por el medio
de la cancha del club, una noche como ésta y que a partir de ese día, camina
cuatro cuadras de más cada vez que vuelve de hacer las compras. Frío húmedo sin
brisa, la lamparita tintinea, los bondis dejaron de pasar hace más de una hora,
desde el buffet del club llegan algunos gritos de timba. Estamos apoyados en el
pilar maltrecho de siempre, en diagonal a la ochava de la zapatería, que se
completa con un paraíso enorme que se va poniendo amarillo. Martín y yo elegimos
el pálido. En medio de las disquisiciones vemos al unísono que, de frente y apoyado
con un hombro en la persiana, un viejo que nunca vimos venir, nos observa de
manera inquebrantable. Está parado tipo guapo del novecientos, pétreo. Tiene un
saco azul, boina marrón, bufanda, pantalón gris y anteojos. Las manos en los
bolsillos, una pierna cruzada sobre la otra y nos mira en silencio, fijo. El
viento que nos vuela ahora, era tan o más inesperado que el tipo. ¡Qué frío
hace! Nos miramos un instante en perfecta sincronía y Martín me dice: ¿de dónde
carajo salió este viejo? Ni idea, le contesto repiqueteando maxilares. Ocho
palabras cruzamos, sólo ocho. Volvemos a mirar hacia la ochava y ni rastros del
tipo. No camina por Juan B. Justo, no camina por Formosa y no hay ninguna
puerta a la que hubiese podido llegar en tres segundos. Chequeamos los puntos
cardinales otra vez y nada. Describimos a nuestro furtivo amigo y le pegamos en
todo, no hay margen de error. ¿Viste cómo nos miraba? ¡Más vale que sí! Che, me
voy. Yo también.
Para llegar a mi casa tengo que pasar por esa esquina,
vivo a media cuadra. Elijo caminar por la calle pero meto un pique casi
olímpico. Martín hace lo propio, con la enorme fortuna de que vive en dirección
opuesta. No habrá charla, sobremesa, madrugada en esa misma esquina, en la que
no recordemos al viejo de la persiana. Es la anécdota preferida por antonomasia,
ocupa nuestro “grandes éxitos”, desplazando incluso a la de la madre de Manolo.
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