Por Carina Sicardi / Psicóloga
Y sí,
debo reconocerlo… el orden no es lo mío… Sucede que, cada cuatro o cinco meses,
cuando el caos toma demasiado protagonismo en mi vida, afectando el tiempo de
mis pacientes -porque olvidé agendar a alguno y de repente encontré cuatro ojos
mirándome expectantes en las incómodas sillas del pasillo, marcándome el error-,
mi querida y amable secretaria me ayuda a pensar nuevas estrategias que
enseguida ponemos en marcha, hasta que el cauce normal de mi organización
peculiar aparece nuevamente en escena…
En
ese momento estaba cuando advertí que dos mujeres parecidas, según mi mirada,
levantaron la vista ni bien escucharon que se abría la puerta de mi consultorio
y sucedía la despedida entre una paciente y yo. La adulta, me sonrió, como
quien quiere ser reconocida; la adolescente asomaba tímidamente sus ojos,
apenas divisables detrás de los cabellos que tapaban casi toda su cara; fabricó
una sonrisa, o al menos eso me pareció.
Disimuladamente
también yo sonreí, mientras me acercaba a mesa de entradas y, de espalda a
ellas, pregunté: ¿esas pacientes me esperan a mí? El espejo que apunta al
pasillo nos ayuda a encontrar la respuesta: así es…
Andrea
y Julia entraron juntas. Eran madre e hija. La madre comenzó a hablar. Con
preocupación en la voz, mientras le acariciaba la mano, expresaba que Julia había
comenzado a tener algunos problemas: se separó de sus dos amigas, empezó a
cursar primer año del secundario en una escuela nueva para ella, sus cambios de
humor eran notables, y el ensimismamiento ante momentos que consideraba
hostiles, han encendido señales de alarma en ella, por lo que decidió realizar
una consulta psicológica. Le pregunté a Julia si quería comenzar terapia y, sin
levantar la vista, negó con la cabeza. Entonces le pedí que nos dejara a solas
con su mamá.
Más
distendida, Andrea me contó parte de su historia: Luis es el padre biológico de
Julia, de quien está separada desde hace cinco años. La relación entre padre e
hija es difícil. Ella cree que su padre no la ama, pero sin embargo cuando se
ven, parecen pasarla bien. El papá está en pareja. Andrea también, y de esta nueva
unión nació Bautista, su hermanito de dos años, con el que convive.
La
muerte de su bisabuelo, cuando Julia tenía nueve años, parece haber sido un
momento duro para ella, ya que él era quien le regalaba los mimos mañaneros,
que se disfrazaban de alfajores escondidos para los ojos de su mamá, quien,
cómplice, nada decía…
Le pedí
a Julia que pase y simplemente le ofrecí la oportunidad de conocerme y
conocerse. Yo allí la iba a esperar.
El
miércoles siguiente, allí estaba.
“La soledad es una ingrata a la que se
le va tomando el gusto”,
comienza un monólogo conocido. Julia se escondía en la soledad de su
habitación, sintiendo que a nadie le pasaban tantas cosas feas como a ella. Se
enojaba con los que tenía a su alrededor si no entendían todo lo que a ella le
pasaba, jugaba con la seducción enmascarada en su timidez, para sentirse segura
y admirada, sólo por un rato… ¿y después?
Después
la duda, el miedo, la culpa… Sólo se sentía protagonista cuando su novela era contada
tan trágicamente que lograba conmover a unos cuantos; pero cuando alguien que
la quería bien, trataba de sacarla de ese lugar de dolor que ella misma había
fabricado a su alrededor, y que al mismo tiempo la protegía como la expulsaba, respondía
con la misma frase: “¿no ves que soy una mierda?”
¿Y
qué es ser una mierda, más que el resto que sobra de algo, que seguramente fue
bueno? Algo que se expulsa, que es tan necesario como rechazado, tan deseado
como no reconocido después…
Con
sus trece años, la soledad le pesaba demasiado. Una soledad que sentía aunque
todo su entorno la quisiera, a su manera, claro, quizás no en la que ella
necesitaba o esperaba. Eso era… Su protagonismo la obligaba a sentirse víctima,
a ser víctima…
Julia
querida, cuánto camino a recorrer juntas… Simplemente el que nos lleve a
encontrarnos con vos... más allá de los síntomas.
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