Por Ana
Guerberof
ana.guerberof@gmail.com
Se conoce a Isadora Duncan como «la madre de la danza
moderna». En un siglo donde primaban los esquemas clásicos del ballet ruso,
ella bailaba descalza, vestía una túnica de gasa, con el pelo suelto y una
escenografía mínima. Sus detractores criticaban su falta de técnica; sus
admiradores alababan su fuerza y frescura. Quizás su rasgo más llamativo fue su
apuesta incondicional por la libertad, tanto de movimiento como de pensamiento.
En su vida personal renegó de cualquier convencionalismo. Por todo esto, en la
máquina del tiempo de este mes la visitamos en París en 1927, pocos meses antes
de su muerte.
Su madre, Dora, se
divorció de su padre, Joseph, porque él la dejó tras perder su fortuna y la
engañaba. Tuvo que sacar adelante a cuatro hijos dando clases de piano. Sin
embargo, usted siempre dice que esto los favoreció…
Exactamente, no entiendo
esos padres que quieren hacer todo por sus hijos. Yo era la pequeña de mi casa,
mi madre trabajaba y nosotros ayudábamos. Ella que había sido la mujer de un banquero,
se quedó en la calle. Mi madre nos enseñó a pensar por nosotros mismos. Nos
inculcó el amor a la música y a la lectura. A pesar del trabajo diario, por las
noches nos reunía y tocaba el piano o nos leía a Shakespeare, Shelley, Keats,
Dickens.
Usted fue autodidacta,
¿no le interesaba el colegio?
Una pérdida de tiempo.
Un sistema para memorizar datos sin comprenderlos. Mi hermana y yo nos pusimos
a dar clases de baile a niños y a ganar dinero para la familia.
A pesar de que su padre
no se ocupó de ustedes, en sus memorias habla de él con cariño.
Sí, lo conocí cuando
tenía siete años. Era un hombre amable. El fracaso del matrimonio hizo que yo
ya entonces decidiera que nunca me casaría. La institución del matrimonio me
parecía un modelo no apto para un espíritu libre como el mío. Esto a finales
del siglo XIX era impensable en una mujer, pero así lo decidí y prácticamente
lo cumplí.
Tuvo dos hijos, Deirdre
y Patrick, con el diseñador Gordon Craig y el multimillonario Paris Singer. Se
casó años más tarde con el poeta Serguéi Esenin, 17 años más joven, pero se
divorció de él…
Tuve tres hijos, que han
muerto [Deirdre y Patrick se ahogaron en el Sena al caerse el coche en el que viajaban
con su nodriza y su tercer hijo murió a las pocas horas de nacer]. Nada volvió
a ser igual desde entonces, pero había que recoger lo que quedaba y volver a
empezar. Con Serguéi me casé para que pudiera acompañarme en mi gira a EE. UU.,
pero estaba enfermo y volvió a Rusia [Esenin era alcohólico y se suicidó en
1925].
Cuéntenos cómo empieza a
bailar y por qué rompe con el ballet clásico tal como se entendía entonces.
Mi madre tocaba el piano
y yo bailaba. Fui a unas clases de ballet y las dejé de inmediato, esos
patrones rígidos no eran para mí. Creo que el haber nacido cerca del mar fue
uno de los factores más importantes. Miraba el mar, veía cómo se movía y quería
imitarlo. Otro factor fue el arte griego. Me pasé horas en el Museo Británico
estudiando las formas para imitarlas en las coreografías. Para que la danza
tuviera sentido, una fuerza interior debía proyectarse al público.
Después de bailar en
Estados Unidos unos años con poco éxito, triunfa al trasladarse a Europa.
En Europa coincido con artistas
que buscaban una expresión nueva y con un público que sabía apreciar la
vanguardia. Evidentemente lo que yo hacía no era para las masas, pero tuve un
éxito fulminante. Viajé por todas las capitales europeas y por el mundo.
También fundé tres escuelas en tres países distintos. Era muy importante dejar
un legado y por eso me trasladé a Moscú tras la revolución: me invitaron a
fundar mi escuela allí.
También estuvo en Buenos
Aires y…
Mi viaje a Buenos Aires
fue un desastre, el público era frío, y tuve un incidente diplomático absurdo.
Bailó el himno nacional
envuelta en la bandera argentina.
Sí, pero a petición de
los estudiantes que celebraban el día nacional. Nunca fue una falta de respeto,
pero se armó un revuelo enorme, las mejores familias de la capital no quisieron
venir al teatro. En Montevideo, por fortuna, pasó todo lo contrario: triunfé.
Isadora, se nos acaba el
tiempo y no sé cómo decirle esto: no debería subir a un auto deportivo con un
chal si va a Niza…
Isadora seguramente olvidó mi consejo y el 14 de
septiembre de 1927 murió estrangulada con la chalina de seda que llevaba cuando
esta quedó atrapada en la rueda del coche deportivo de un amigo italiano.
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