Por Alejandra Tenaglia
La casa era vieja y estaba ubicada
en un centro de manzana. Daba a un pasillo común con otras viviendas y el
pasillo daba a la calle teniendo por puerta tan sólo una reja. Era el día de mi
cumpleaños. Fiesta prevista para la noche, en tiempos en los que no existían
los celulares. La organización de todo suceso consistía por entonces en
cruzarse al teléfono público que había en la calle, cuadra de por medio, y
marcar el número de tal o cual –mayormente tratábase de rosarinos que vivían
con sus familias, puesto que para los forasteros estudiantes tener teléfono
fijo era un lujo que pocas veces se daba-. Al resto se les avisaba puerta a
puerta, en la facultad, en el bar, a través de otro y otro y otro amigo más.
Las distancias son grandes en las ciudades, pero así eran las cosas por
entonces y nadie se quejaba de ello.
La mañana de ese día, mi hermano
asomó por las rejas de la casa descripta y, con una sonrisa de compasión algo
nerviosa, me dijo: “¿podés creer que murió la nona justo hoy?” Transitábamos
con insolencia los 20 y pico de años. “Preparate que en un rato te paso a
buscar”, me dijo sin darme tiempo a nada.
Recibí la mayoría de edad, en una
sala velatoria más bien vacía. Mi nona Rosa era como muchos aún hoy afirman,
jodida. Estaba enferma desde hace tiempo, pero al parecer preguntó esa mañana
del 30 de abril: “¿la Ale no viene a Chabás?” Le respondieron que había avisado
que no, que me quedaría en Rosario ese fin de semana; ella simplemente contestó:
“vas a ver que va a venir”, y se murió.
Ahí estaba yo entonces, donde ella
había querido, durmiendo en una hilerita de sillas en la sala velatoria;
barriendo luego con mi padre ni bien despuntaba el 1º de mayo, el nicho
familiar donde se alojarían sus restos; empujando el Taunus verde al que, cada
tanto, le costaba arrancar. Sólo a algunos de los invitados pudimos avisarles
lo ocurrido. Repito, no existía por entonces aparato alguno en el que emitir un
mensaje en un grupo de whatsapp y llegar al mismo tiempo a decenas de personas.
Conclusión: gran parte de la comitiva, festejó igual sin mí. Hasta se sacaron
fotos -con cámara de rollo- para mostrarme la lealtad del festejo; y más
lealmente aún, prometieron asistir nuevamente al día siguiente para entonces
sí, celebrar conmigo. Ellos, con la fortaleza que se tiene a esa edad,
soportaron las dos noches seguidas de juerga, sin problemas. Yo en cambio, empecé
con algarabía y llegué a la madrugada llantos de por medio, pasada de alcohol y
de tristeza por la partida de mi nona querida, sin entender demasiado qué era
eso de morirse y ya no estar más en ningún lugar…
Pero el núcleo de este relato reside
en que allí, rodeándome, estaba mi grupo de amigos, soportando mi pendularidad emotiva;
deteniéndose al regresar del bar, en todos los umbrales desconocidos donde me
senté a llorar mi pena; filosofando disparates mechados con verdades estrechas;
bromeando la casualidad con humor del morocho o leyendo alguna señal mística;
alarmándose al verme colgada de un volquete callejero tratando de expulsar el
ardor estomacal que el demasiado whisky barato que podíamos pagar, produjo sin
piedad en mi humanidad.
Aún hoy, ellos, conservan en la foto
que ya tiene casi 20 años, su mirada cómplice y fresca. De más está decir, que
a muchos no los vi más, así opera a veces la marea de la vida; pero vale el
recuerdo como símbolo suficiente de la amistad sincera, esa que es capaz de
producir gestos tan potentes como imperecederos. Esencia pura, en un aquí y
ahora que, aunque en ese presente no lo sabemos, dura toda la eternidad.
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