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Las palabras de mi padre*

Por Alejandra Tenaglia

Mi padre era de pocas palabras, quizás por ello yo aprendí a valorarlas. Las esperaba, a sus palabras, como el pichón en su nido a la miga de pan que solo no puede alcanzar, hasta tanto no medren sus alas. Con esa misma necesidad e inquietud en el cuerpo, con una sed infinita en el pensamiento, con la vulnerabilidad extrema en que nos deja la espera de un simple gesto afirmativo o negativo paterno.
Muchas veces sus palabras me decían de cosas que yo no comprendía, pero sabía que debía escucharlas. Sabía que algún día las comprendería. Mientras tanto, las manipulaba como si fueran un cubo mágico, las separaba en sílabas buscándoles las entrañas, las encastraba creando castillos y sentidos, las repetía frente al espejo disfrazada de hada o de bruja malvada, las acunaba como a mi muñeca más preciada, las proclamaba entre órdenes que impartía a un séquito de lacayos inventados, las saboreaba como a un alfajor de chocolate blanco, las bebía con el café con leche, las guardaba bajo la almohada para que me quitaran el miedo por las noches y hasta llegué a regarlas para que no se marchitaran.
Además de sus palabras recuerdo sus silencios, inabarcables como el océano. Y sus ojos grandes, mirando un punto distante. Esos ojos, señuelos certeros de mi andar disperso, solían revestirse de un brillo extraño. Y como lo creía invencible como el mismo Hércules, me costó entender que en esos momentos, lo invadía la melancolía. Sus manos ágiles se volvían entonces toscos muñecos de trapo olvidados en el rincón de una juguetería. Pero aun así, con sus manos como muñecos de trapo olvidados en el rincón de una juguetería y con ese brillo extraño en la mirada, volvía siempre a intentar la alegría. Era un militante de la alegría. Me contaba cuentos, jugaba conmigo a las cartas, me llevaba a pasear en auto, me enseñaba a escribir a máquina y a usar la pala en la quinta, seguía. Mi padre siempre seguía. Seguía cuando su mirada estaba despejada como tarde soleada de invierno y cuando alguna neblina la enturbiaba. Seguía cuando sus manos se movían ágiles y cuando permanecían quietas como muñecos de trapo olvidados en el rincón de una juguetería. Seguía cuando lograba extender sus conquistas y también cuando todo lo perdía. Seguía siendo padre, aunque le doliera el alma. Aunque su mirada extraña. Aunque siempre sus pocas palabras.

Sus palabras eran para mí, anaranjadas. Y tan lindas, aunque entonces no las comprendía. Aunque sólo las escuchaba y las veía anaranjadas y hasta las regaba, era tan lindo escucharlas.
Cuando las recuerdo, vuelvo a escucharlas. Y cuido ese recuerdo. Lo cuido del olvido, ave de rapiña de vista aguzada. Y lo guardo en el fueguito, que él ha dejado en mi alma. Porque aunque ya no cuente con sus pocas palabras, no vea palabras anaranjadas más que en el recuerdo, cuide el recuerdo del ave de rapiña del olvido, tenga un fueguito en el alma, aunque ahora me duela a mí el alma, aprendí de mi padre a seguir y a militar por la alegría.
Por eso, en este día del padre, milito por la alegría de ser hija. Y por la dicha de haber tenido como padre a ese hombre a quien no conocí demasiado, no disfruté a ultranza, desobedecí sin preámbulos, veneré en silencio, grité insolente, pregunté ingenuamente, ignoré con la soberbia de quien cree en la existencia eterna, abracé con fervor y despedí con dolor. Aunque de él hoy sólo quede mi recuerdo, en el fueguito, que ha dejado en mi alma. Un fueguito al cual la comprensión, nunca del todo tardía, atiza cada día. Un fueguito que no se extinguirá, por más fuerte que sople el tiempo.

* A todos los papás, en su día.


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