Directo al corazón


Me nació este amor, sin que me diera cuenta yo… *

Por Alejandra Tenaglia

Hace más de 7 años, una joven de cabello largo y ojos claros llegaba a su pueblo natal para afrontar uno de los momentos más duros en la vida de cualquier humano: la muerte de su madre. Con el tiempo fue acomodándose en su antigua casa, ahora vacía; en un nuevo trabajo, de oficinista; en una actividad pendiente, el teatro. Él, lozano, soltero aunque padre de un niño de 8, pasaba sus semanas como obrero en una fábrica y los días de descanso saliendo por las noches. Además, asistía a teatro. Allí comenzó el acercamiento, a la distancia. Esto es, tanto en las clases como en las mateadas posteriores y demás encuentros que el grupo gestaba, iban descubriéndose, gustándose, mirándose impelidos por algo que crecía por dentro sin convertirse aún en palabras ni hechos concretos. Es que ambos ignoraban la reciprocidad que a tientas sucedía.
La sabiduría popular dice que el amor mueve montañas, sin llegar a tanto podríamos afirmar que busca librarse de ataduras y ser, como el pichón volar. En este caso nuestro joven optó por, al regreso de su salida de sábado -cuando el domingo ya había consumido sus primeras 7 horas-, llamar por teléfono a su compañera de teatro. Se quedaba en silencio cuando la voz, dormida y algo molesta de ella, insistía en preguntar “quién habla” y luego se apagaba dejándolo en soledad. Eso no importaba, su propósito estaba muñido por la belleza de la simplicidad: escucharla. Tres meses transcurrieron así, llamada tras llamada. Entretanto las clases de teatro y las reuniones posteriores los aproximaban cada vez más. Las charlas se prolongaban hasta la salida del sol y también el convencimiento de ella de estar ante “esa persona” que espanta el aburrimiento con su sola presencia y envuelve de encanto un momento cualquiera. Por entonces, las sospechas sobre el autor de las llamadas, se inclinaban hacia nuestro enamorado. Por eso, una de esas mañanas, luego de que el teléfono sonara, ella decidió devolverle el llamado. Él atendió, nadie contestó, cortó y volvió a llamarla. El primer código, sin palabras, selló el comienzo. Cuando la semana los devolvió a la rutina y al encuentro en clase de teatro, el aliado de ambos siguió siendo el silencio.
En una cena de amigos Baco hizo de las suyas embriagando a la dama, quien envalentonada o debilitada por el dios del vino lo llamó y le habló, pidiéndole que fuera. Él no desperdició la ocasión. Se sinceraron sobre los llamados, las sensaciones, los anhelos y ese principio de “algo” que, acordaron, permanecería en secreto. De ahí en más la naturalidad impuso su ritmo procaz. Los amigos comenzaron a sospechar, las ropas de él a permanecer en aquel que se convirtió sin convenio previo en su nuevo hogar, y hasta la cigüeña pasó por el lugar. Los proyectos hicieron de puntal a los mil cambios y dificultades que implica toda convivencia reciente en la que dos mundos se funden para construir uno nuevo. De a poco se fueron acomodando hasta llegar a un hoy en el que la confianza les permite la complicidad, los principios coincidentes un mismo deambular, los códigos establecidos una diversión compartida, la ficción una misma pasión. Allí también, en ese escenario en el que Eros hizo nacer este amor, se crió su pequeña hija. De la ficción a la realidad y de la realidad a la ficción sigue purificándose y creciendo este sentimiento que, hace caer las caretas hasta al mejor actor.    
  
* Basado en una historia real cuyos protagonistas han pedido la reserva de sus nombres.

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