Mar adentro


REHENES

Por Marina Moya
marinamoyaj@hotmail.com

Sería ilógico pensar que en relación a cada tema que nos impacte o tenga consecuencias sobre nuestra vida o la de nuestra comunidad, tengamos formas de la llamada “democracia directa” –como puede ser la consulta popular- para poder opinar o intervenir. Sería ilógico pensar que siempre dispongamos de una forma de poder analizar las situaciones de las que somos parte, participando en la toma decisiones. ¿Se imagina llamando a consulta popular para definir si “quitarle o no la licencia a la empresa Trenes de Buenos Aires (TBA)?” Es complejo pensarlo dentro de una familia, ya que los padres en general no abren el debate de todo lo que acontece a sus hijos; ni lo hace el presidente comunal con su gabinete ni con la comunidad; y mucho menos –y aparece allí como una suerte de utopía- sería posible pensarlo como una estrategia que se daría en la jurisdicción provincial o la nación para temas que a todos, en definitiva, a mediano o largo plazo, nos afectan. Para eso fue concebida la democracia representativa, bajo el supuesto de que los “elegidos”, a modo de espejo, reflejan de un modo relativamente fiel nuestros deseos o nuestra visión, trabajando entonces como mandatarios del pueblo.
Qué impotencia veo que sentimos en temas como la mega minería, o el estado deteriorado –desde hace no años sino décadas- del servicio de transporte público de pasajeros que terminó generando más de una tragedia, o el incremento de un 100% en el salario de diputados, como para citar al menos parte de los temas actuales. No creo que nada de esto le resulte “agradable” al ciudadano común. Si bien una mayoría desconoce en verdad de qué se trata en profundidad -cuáles son sus causas, constitución actual, situación, pronóstico, inversores e inversión, montos de dinero, responsabilidades, crecimiento, déficit, etc.- no somos tampoco los responsables de conocer cada caso, situación o aspecto en particular, ya que para eso existen los que se encargan de esas cuestiones: técnicos, especialistas, profesionales, secretarías, ministerios y demás. Lo que conocemos lo conocemos en general por la escuela de vida, por la experiencia (como la que habrán tenido los pasajeros del tren Sarmiento, la experiencia de “viajar mal”).
Ahora bien, lo que empecé por titular como “ilógico” adquiere en el transcurso de la redacción otro acento: ¿por qué no se puede pensar en poder intervenir en algo que nos afecta y sobre lo que en parte tenemos cierto conocimiento? Planteado así no parece tan descabellado.
Hoy pareciera que, como ciudadanos, nos encontramos rehenes de la realidad; como si ésta se presentara cual “destino” justo o injusto pero en todo caso, inevitable, esto es, una fuerza arrolladora que obra sobre nosotros, no permitiéndonos hacer algo más que verlo suceder, ahí, frente a nuestras narices. Y eso en el caso en el cual no resultemos víctimas directas de esa realidad.  
Ante la tragedia ocurrida en Once se escucha “que los medios lo anunciaron”, “que hubo denuncia de la Auditoria General de la Nación”; ante la explotación minera, surgen voces a favor y en contra tiznadas de intereses más o menos económicos, que en todos los casos se aprovechan de la debilidad del pobre que está cautivo en un ambiente desértico principalmente de oportunidades; el aumento de la dieta de los diputados dio lugar al justo reclamo de los docentes, que plantean “no nos van a arreglar con un 15%”, cuando previamente a paritarias nacionales los legisladores dieron semejante muestra de vanidad.
Desfilan situaciones que con palabras no se pueden explicar, y con fundamentaciones –inclusive técnicas- no se pueden digerir. Queda el malestar de una gran ambigüedad entre el fortalecimiento del patriotismo y la autodeterminación en tanto nación, por un lado; y la sensación de soledad del ciudadano que ve cautivo sus derechos de intereses mezquinos, por el otro.
Ilógico es, en fin, el pensar que la sola acción de elegir mediante el voto –acción que aparece como el punto más álgido de nuestra responsabilidad- es suficiente, olvidando lo que luego durante el transcurso del mandato debería ser una constante y sistemática acción de control de lo que el representante ejerce en su función. Para pasar de ser rehenes o títeres de las circunstancias, a construir ciudadanía mediante la acción cotidiana.


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