La niña del sur salvaje - Marzo 2º


LIENZO PREHISTÓRICO Y CONTEMPORÁNEO


Por Lorena Bellesi
bellesi_lorena@hotmail.com

Al terminar de leer Sudeste de Haroldo Conti, miro La niña del sur salvaje (Beasts of the Southern Wild); las coincidencias entre ambas obras son palpables. Las dos le otorgan un lugar protagónico a una presencia avasallante y desenfrenada: el agua. La mísera vida de los personajes está sujeta a los caprichos incontrolables y amenazantes de una masa líquida que únicamente obedece a la voz sabia de la naturaleza. Las estaciones, las tormentas dejan sin margen de acción a los hombres, se imponen al llegar. Pero a pesar de lo despiadado que puede ser un entorno, son muchos los individuos que lo eligen, lo habitan, lo convierten en su hogar. Con tono melancólico, Conti describe la vida de esos personajes olvidados, tratando de resistir en medio de los canales del Delta del Paraná, solitarios, balanceados y enclavados, de tal manera que cuando “el agua estaba muy alta, parecían abandonados sobre un mar infinito”.
La isla La Bañera que aparece retratada en el film del director Benh Zeitlin, es un lugar acéfalo, de pragmática libertad salvaje, donde todo está hecho con material residual, hasta sus habitantes. Aquello que es descartado por el hombre “seco”, que está más allá de la frontera –dique-, en la zona fabril de Nueva Orleans, es engullido y transformado. Asentados en este rincón de indigencia maravillosa, procuran sobrevivir un padre y su hija, Hushpuppy. La actuación de la pequeña Quvenzhané Wallis, de 9 años -actriz no profesional-, es magnética. Su cabello feroz, su mirada desafiante e inocente, trascienden cualquier estereotipo. La voz en off de la niña promueve un encantamiento que hace emerger su propia fantasía ante lo inexplicable. Para ella el universo se sostiene en un frágil equilibrio, por eso cuando una devastadora tormenta azota la isla, supone que ella ha roto algo, desatando una persecución de uros que la vienen a buscar. Las interpretaciones de índole mítica, arcaica, están ligadas a lo que su padre, Winki, le transmitió, ellos son “los hijos de la tierra”. Su lugar en el mundo es ahí, lejos de la civilización, cercados por la muerte y la desolación que dejan una inclemente inundación. Ni siquiera la endeble salud de Winki doblega la determinación de este, de no abandonar la isla, de alejarse de los suyos. Como progenitor pretende hacer fuerte a su hija, “soy tu papá, debes hacer lo que te digo, porque mi tarea es evitar que te mueras”. Tajante.
Las penurias de estos desplazados son intensas, pero aun así conservan cierto júbilo. El padre bebe alcohol desbocadamente, eso lo vuelve imprudente o brusco. La madre ausente resuena en el grito desesperado de la pequeña cuando siente miedo.
La niña del sur salvaje puede parecer una película filmada en cualquier lugar del mundo, menos en los Estados Unidos de hoy. Y ahí está parte de su originalidad, de su logro. El film cuenta una historia cargada de ensueño, virulenta realidad y fulgurante música, sobre unos seres extraños que desisten del mercantilismo y se amalgaman al espíritu agreste del orden natural. En palabras de Conti, “El río es espléndido y el hombre se siente misteriosamente atraído por él. Eso es todo lo que se puede decir. (…) Los hombres parecen entender que ellos forman parte de un todo inexorable que marcha animado por cierta fatalidad. Y no se rebelan por nada. Cuando el río destruye sus chozas, y sus embarcaciones, y hasta ellos mismos”.

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