Por Ana Guerberof
Desde España
El poeta y dramaturgo español Calderón de la Barca (1600-1681) reflexionaba sobre el sentido de la vida en voz de su personaje Segismundo en la obra teatral La vida es sueño y apuntaba unas respuestas posibles:
¿Qué es la vida? Un frenesí.¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
Las estrofas tienen su miga ¿es la vida un breve sueño que igual que empieza acaba? Y los sueños son sólo eso, sueños ¿dónde acaban los sueños y empieza la realidad?
Con frecuencia, tengo la sensación, con el paso vertiginoso de los días, de que vivo en un sueño porque apenas puedo digerir (o interiorizar como dirían en el mundo del espectáculo) lo que está ocurriendo cuando ya debo enfrentarme al siguiente acontecimiento. En cierto modo, como un hámster en una rueda interminable que da vueltas con “frenesí” o “como un ratón debajo de muebles viejos” como evoca magistralmente Felisberto Hernández en el cuento El Acomodador (no se lo pierdan). En la loca carrera nos invade cierta sensación de irrealidad porque carecemos de un auténtico tiempo de reflexión. Pero a veces llegan momentos en que todo se detiene y ocurre algo que te deja clavado en el tiempo. Se detiene la rueda, abandonamos lo conocido y actuamos para sobrevivir. Suelen ser hechos de cierta magnitud que nos impiden seguir en el frenesí del hámster, sino que la situación es nueva y la vida demanda otra respuesta inmediata. Es en estos momentos cuando si nos detenemos y escuchamos nos damos cuenta de que teníamos algunas prioridades mal colocadas, que nos hemos preocupado inútilmente, que algunos sueños en el fondo no nos importaban, que teníamos la cabeza en Alaska cuando estábamos viviendo en el desierto del Sahara. Entonces descubrimos que, en realidad, lo que soñábamos era simplemente eso: un sueño. Como cuando deseábamos ser parte de La familia Ingalls (¡cuánto daño hizo esta serie a la frágil psique de la familia convencional!) y la nuestra nos parecía, ante la ausencia de cualquier parecido con la de la pradera, disfuncional, como mínimo. La vida no se trata, luego nos dimos cuenta, de soñar con otra familia sino de adaptarnos y aceptar a la nuestra sin por ello dejar de buscar una identidad propia. Incluso llegamos a pensar que vivir con la familia Ingalls podría haber sido una tortura. De la misma manera, nos damos cuenta de que los sueños, nuestras aspiraciones y deseos moldean nuestra personalidad y definen quiénes somos y lo que buscamos, pero que debemos repasar con frecuencia si estamos soñando con algo que, de hecho, está fuera de nuestra esfera por diversos motivos: podría ser una cuestión de edad (las Olimpíadas pueden quedar ya muy lejos), de aptitud (la física teórica puede significar años de estudio), económica (una segunda casa en el campo o en la playa puede arruinarnos), de relación (esa persona puede no estar interesada en nosotros) o de salud (una afección cardíaca nos impide acometer la subida al Everest). Ese sueño, además, nos impide realizar otros porque no dejamos espacio para otras aptitudes que quizás sí sean más cercanas o más fáciles en pos de aquello irrealizable. Esos momentos, de los que hablaba, nos ayudan a redefinir nuestros sueños y, aunque, en muchas ocasiones no sean buenos momentos, el aprendizaje, con todo lo doloroso que puede llegar a ser, tiene un valor incalculable. El tema es que algunos sueños son una parte tan intrincable de quienes somos que cambiarlos es como arrancarnos la piel y reinventarnos. Duele.
Parafraseando a Calderón, la vida es un sueño que siempre estamos “resoñando” (que me perdone la RAE), siempre redefiniendo. Y también es en estos momentos que he descubierto, o más bien me he reafirmado en mi creencia de la importancia de la salud pública para todos y de lo injusto de privatizarla. Espero que todavía España esté a tiempo de detener esta avalancha de privatización de lo público llena de cerrazón.
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