Por Carina Sicardi
La vida se presenta como una sucesión de cambios, permanente movimiento, lo que conlleva muchas veces la angustia de no saber.
No sabemos qué nos va a pasar al instante siguiente, ni tampoco cuánto dura ese momento agónico, ni el silencio que precede a la tormenta, ni cuánto tardará en llegar el dolor después de producida una herida, ni cuándo llegará el viento que sopla fuerte para dar vuelta la página de esa tarde en la que fui feliz…
Cada golpe de timón que nos sacude después de un placentero andar de la navegación que parecía llevarnos hacia el norte, nos desestabiliza, nos pone en alerta. Y en general lo vivimos como crisis.
“La idea de crisis en su sentido originario remite a la aparición de eventos de carácter súbito, con frecuencia sorpresivos y por lo usual acelerados”, dice el premiado médico psiquiatra y psicoanalista argentino Rodolfo Moguillansky. Se trata siempre de un estado que se supone transitorio, la alteración de un orden hasta que advenga una nueva organización.
La idea de crisis supone una estabilidad o un orden previo y una salida en la que también un orden y una estabilidad se reconstituyen.
Sabemos que las familias, presentadas como supuestos núcleos de estabilidad social, desde un modelo tradicional de orden subjetivo, no lo son.
De hecho, hace no tantos años atrás, las escuelas dedicaban una jornada (con acto, representaciones, comida – canasta, etc.) a homenajear a la familia, pensada ésta como la unión a través del tiempo de mamá, papá e hijo/s. La realidad se encargó de mostrarles, casi violentamente, que ese modelo ya no existía, por lo tanto, muchos establecimientos han decidido erradicar ese evento de su calendario.
Míticamente la familia tiene su origen en el momento en que los dos miembros que componen la pareja, se ilusionaron con la idea de ser “uno”, la unión de las “medias naranjas”, de la “media medallita del corazón”; creyeron ser el uno para el otro, el complemento perfecto. Desde ese lugar es desde donde se piensa que las diferencias de los caminos transitados hasta el momento del encuentro, que lo que había de no vínculo o de no experiencia en común, se puede salvar con el hecho de realizar juntos lo soñado por y para ambos. Momento ilusorio que llamamos enamoramiento.
Desde el fondo mismo de la historia de la institución que se denomina “familia”, surgen los ideales que diseñan el “paradigma familiar”. Esto da lugar a la organización desde el sentido común, aquello que queda implícito sin mayores cuestionamientos, lo que “se debe ser y hacer” porque sí. “Para nosotros y para nuestra posteridad”, parafraseando al Preámbulo de nuestra Constitución Nacional.
La seguridad de la familia está enmarcada por los ideales, marcados por el discurso familiar que pasa de generación en generación, cuya fuente de ilusión es la estabilidad.
Lo que no es tenido en cuenta en esta ilusión es que el dolor, el sufrimiento o el desencuentro, son integrantes también de la realidad psíquica tanto individual como familiar. Es aquí donde surge la noción de crisis.
La crisis aparece ante un acontecimiento novedoso y la creencia en esta supuesta estabilidad, nos lleva a la duda casi permanente de enfrentar al conflicto o reprimirlo, repudiarlo, guardarlo debajo de la alfombra, negarlo, para poder seguir siendo…
Mamá, papá, hijitos… dos por lo menos, nena y varón en lo posible…
“Una casita blanca, una luna de plata y una canción lejana que lame el mar” dice una canción que cantaba mi papá.
Lo que se aleja de lo soñado, sin tener claro siquiera si fue por nosotros, asusta y angustia, generando momentos de crisis.
La muerte, la discapacidad, la homosexualidad, la infertilidad, la distancia…
Darnos cuenta del único saber real, que nada es para siempre, mucho menos lo soñado como ideal.
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