“EL
PASEO”
Por Julieta Nardone
El
escritor suizo Robert Walser (1878-1956) todavía hoy sigue siendo una figura
difusa, extraña, oculta. La rareza desnuda de un hombre modesto y sin otra
ambición que liberarse de las ambiciones, de la subterránea corriente del deseo.
Así las cosas, contrariamente a lo esperable, dicha extrañeza no opaca ni su
mirada, ni su escritura. Un asombro limpio de afectaciones, y la ingenuidad más
auténtica, comulgan con el estado de encantamiento por todo lo que lo rodea, al
tiempo que –como si de un único gesto se tratara- eso que el paseante encuentra
en su camino va siendo fijado a fuerza de tinta y papel.
El paseo, una novela muy corta (Ed. Siruela,
79 páginas) es la muestra concentrada de este estado de indeterminación: el
andar sin rumbo del narrador lo sitúa entre la
acción y la inacción, entre el ser y la nada. Comunión con una peculiar búsqueda
por lograr cierta forma de habitar el mundo desde la evanescencia. El propósito
de no alentar ningún destino representa la mayor fuerza que, aquí, en este
libro, se desata en una prosa ágil, rebosante de inflexiones y colores.
A todas luces, esta obra constituye un
manifiesto que socava los cimientos mismos de nuestra época, al enarbolar la lentitud, el deambular sin metas, la
inutilidad, a través de un relato que se percibe como un dulce oleaje
melancólico, atravesando cosas simples, mínimas, aunque no menos sorprendentes.
En la novela resultan más importantes las digresiones de la curiosidad que la
expectativa de una trama. A cada paso, todo transcurre, sucede. Irrepetible
presente. Partícula a partícula de la naturaleza; imagen a imagen del panorama
urbano. “Pasear -afirma el narrador- me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el
mundo vivo (…) uno tiene que ser capaz de disolverse en la observación y la
percepción de la cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí
mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo,
servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña”.
Tampoco falta la ironía, pero cabe
decir que sólo a despecho del dolor que lo fugaz provoca: “Así todo, todo, toda esta rica vida, los amables y sentenciosos
colores, este encanto, esta alegría y este placer de vivir, todas estas humanas
importancias, familia, amigo y amante, esta clara y tierna luz llena de bellas
y divinas imágenes, las casas paternas y maternas y los dulces y suaves caminos
perecerán un día y morirán, el alto sol, la luna, los corazones y los ojos de
los hombres”.
No tomar la responsabilidad de “ser
alguien”; tener la plena libertad de “serlo todo” desde la imaginación. Agamben,
el filósofo italiano, da en el blanco cuando se refiere a esta renuncia walseriana:
“El asunto radica en hacer de la
existencia humana una transformación antropológica. Y aquel que lleva a cabo
esos experimentos no sólo arriesga la verdad de sus enunciados, sino la forma
misma de su existencia”. Parece una apuesta radical, y de hecho, lo fue,
porque Robert Walser transcurrió más de veinte años en total ensimismamiento,
internado en un psiquiátrico que -según dicen- vendría a ser la posibilidad del
retiro en la modernidad (lo que en otras épocas se experimentaba como vida de ermitaño en la montaña o de asceta en monasterio).
En un destello, el suizo nos comunica
que nuestro lugar no puede ser ninguna meta, sino más bien el andar mismo, pues
“lo encontraríamos todo maravilloso si fuéramos
capaces de sentirlo todo”.
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