A mi viejo, que me lo presentó.
A Alberto Crembil Achabal, QEPD.
Por Mariano Fernández
Esa habitación lúgubre de techos infinitos
daba a la calle Mendoza. Si no fuera por el calor húmedo penetrante del
litoral, hubiera sido la escenografía idónea para que Raskolnikov, el
protagonista de Crimen y Castigo, morase allí. La situación por la que pasaba,
era similar a la del estudiante ruso. Por las noches, el estallido del cambio
de cables de la K, recortaba el negativo de los postigos metálicos, despintados
de la ventana. Rítmicamente, cada hora y pico, me anunciaba que faltaba menos
para empezar el día. En una de las paredes, tenía su póster. Como miles de
pibes, tenía un póster de él. Y la foto en blanco y negro, con cada relámpago,
también se iluminaba un poco. Allí lo conocí. Todos lo lo conocíamos; pero en
esas circunstancias, lo leí, lo estudié, lo comprendí. Me atravesó una frase,
reveladora e inspiradora: “Estudiar para dominar la técnica, que nos permita
dominar la naturaleza”. Y la hice mía. Había que estudiar, sacrificarse,
porque eso era lo que se esperaba de mí, de nosotros, de los que teníamos la
chance de hacerlo. Muchas madrugadas esa frase le ganó al sueño y me mantuvo en
vigilia, mate en mano, apunte delante, con la fotito de él haciendo una
extracción a un guajiro en la Sierra Maestra, dentro de la carpeta de rendir.
Así encaraba la Facultad, a pie, que el dinero del
interno era para llegar hasta la barriada La Amistad, saltando charcos de agua
infecta, para revisar pibes o hacer un pozo; o al fondo de Oroño, a acompañar
la lucha de compañeros que no llegaron a la Universidad. Así encaraba los tribunales de examen, muñido de la imagen de Fuser y de conocimientos. Pocos, me
vieron derrotado con esas armas. Allí encontré gente como Alberto, un profesor joven, que me
enseñó con pasión. Una de esas personas que
forman profundamente y son referencia. Ya como colegas, seguí visitando su cátedra, en señal de gratitud. A buscar el consejo, el saludo, junto con el
mate amargo. Amargo como el final reciente, tan repentino de la vida de
Alberto, mi benemérito profesor. Los pioneritos, los niños cubanos en
educación primaria, por la mañana, recitan “Ser como él”. Él, así,
suelto al viento. Para Alberto, que me ayudó a
dominar la técnica, que me acercó un poco a
ser como él, la intromisión de mi homenaje.
Ser como él. Tomando un mate en la puerta de un rancho en la Sierra. Laburando
en un leprosario en Guatemala. A lomo de mula, combatiendo inequidades; a punta de pistola, combatiendo injustos. Luchando
contra los imperios con discursos en la ONU o en Argel, o con su cuero en la
selva boliviana o en la sabana de Angola. Creando diez, cien Vietnam. Ser como
él. Enseñando a leer y escribir entre batallas. Sentado estudiando un tema que
no comprendía. En La Habana, en Rosario, en una habitación de mala muerte que
daba a la calle Mendoza. Nunca llegué a ser como él, aún lo intento. Ser como
él implica actuar consecuentemente, acorde con lo que se piensa, a pesar de que
se quiera esconder debajo de la alfombra de la historia, justamente, su
pensamiento. No es mi héroe, no; es un faro. Es el filo antiimperialista de la
juventud. Ni un loco ni un aventurero, un soldado de sus ideas. Hace varios
años se fue mi comandante. El verdugo mestizo, le causó más dolor que el propio
asma toda la vida. “Apuntá bien, que vas a matar a un hombre”. Dos
disparos lo atravesaron. Mil tiros le habían disparado. Nunca jamás, una bala
lo mató, ni siquiera esa sombría mañana en la escuelita. Vive en la lucha de
los pueblos; en las remeras de los pibes, de Maxi y de Darío; en los trapos de
las canchas de Central, de Atlético, del Glasgow; en las paredes de las
barriadas pobres de todo el mundo; en las pancartas de los que marchan en París
o Nueva Delhi. Debajo de la piel de mi papá. Vive allí, lo que representa. De vez en cuando, prendo un Corona robusto, regalo
de algún viajero que pisó su otra tierra, y lo imagino entre
el humo, cerca del final, acuciado por el hambre, herido y abandonado por
todos, escribiendo en su diario: "Y Manila... Manila no contesta",
para ponerle palabras a la traición de su amigo.
Algún día iré a visitar el mausoleo. Allí, no hay nada más que huesos, lo sé. Pero iré. A
presentarte mi venia. A llorarte como lo hicieron tantos jóvenes del mundo. A prometerme al pie de la estatua, seguir intentado ser como vos. De aquí, no hasta que la victoria venga, si no hasta que la vayamos a buscar.
Siempre.
Cada octubre me pongo un poco triste, pero
rápido me arrebata noviembre, donde llega la vida, donde te veo volver. Mi
mejor homenaje, es nombrarte todos los días. Y así, a falta de uno, tengo dos
Ernestos en el corazón.
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