Por
Nico Raterbach
Muerto,
sin pulso, fané y descangallado. Es el rock argento. Lo vaticiné, en la primera
columna. No es que tenga vocación de oráculo, pero todas esas cualidades
musicales y no tanto que poseían las bandas que desfilaron por estas líneas, no
aparecen en la actualidad. La música, no es de generación espontánea, desde una
sinfonía a la combinación de tres acordes que terminan siendo un himno punk.
Quien compone, letra o música, está atravesado por una realidad, por la
interacción que tienen las vidas con la trama social. “Mañana en el Abasto”,
perdónenme, pero ningún italiano en el universo puede componerla. Un italiano,
viviendo por años en la Argentina, ex adicto a la heroína, residiendo en el
barrio, en una mañana triste, sí. Las décadas de los 50, 60, 70 y 80, cada una
con un paradigma diferente, fueron las que dieron grandes talentos al rock
nacional. Los próceres del rock nacieron allí. Luca, Moura, Solari, Cerati,
Villafañe... pero por sí solos, así en abstracto, no hubieran compuesto ni el arrorró.
El Beillinson que derramó talento fue el mismo que participó del Mayo francés.
“Basta de llamarme así”, nunca hubiera existido sin la tragedia de las drogas
duras en los tempranos ochenta. No es tan diferente en el mundo: hace rato no
aparece un nuevo Dire Straits. Los Rolling recorren decadentemente escenarios.
El planeta añora a Los Ramones, ya desaparecidos. Joy Division es una banda de
culto. Metallica tiene un buffet de abogados… Claramente, la música es un
producto de generaciones que maceran experiencias y las traducen en obras.
Entonces, ¿qué sucedió? Donde deberían estar las generaciones que tomen la
posta, están los hijos del menemismo y
una sociedad consumista, el paco y la frivolidad. El futuro llegó, hace rato; nunca más cierto. La prestigiosa
revista Inrockuptibles, dejó de editarse en Argentina; Headbangers Ball, de
MTV, le dio paso a cumpleaños de 15 televisados y American Idol es la receta
para bandas armadas por catálogo con mucho marketing y poco corazón; el Sí dejó de salir este último octubre. El
rock nacional, tuvo también su Waterloo. Después de Cromagnon, nunca fue lo
mismo. Desaparecieron centenares de lugares para tocar, esos sótanos malditos
que cuando no funcionaban como entradas al infierno, eran escenario de la movida under. El teatro
Arlequines, Morrison, Die Schule, fueron los estadios del ascenso de nuestro rock,
el Partenón de los dioses de la música y hoy están también en ruinas. El
inglesito, el Ekeko, el Flaquito, todos los personajes que fuimos y surfearon
esos pestilentes lugares escuchando a la banda de sonido de las últimas
décadas, han envejecido, muerto o están criando niños. Deambulo en la cornisa
de tipear lo de la bonanza del tiempo pasado, pero no lo haré. Esta columna,
las necrológicas del rock, la misa de réquiem del género, llega a su fin. En su
recorrido, me encontré con otros como yo, y así fue que Juan, un pibe de Buenos
Aires, tenía en su poder el disco perdido de Yerba Bruja “Hate”, la única prueba
de la existencia de esta genial banda. Lo había comprado en Parque Rivadavia,
su hermano mayor, y le encantaba la cinta mal grabada y con sonido pésimo. Él
tenía lo que yo buscaba; yo sabía lo que él desconocía de los Bruja. Encontré a
otros, como Juan, que me mostraron que aún, las brasas del rock, arden. No, no
está muerto, me equivoqué. Aunque la mayoría de las bandas actuales apesten a
Franz Ferdinand y Artic Monkeys, crean vivir en Manchester, predomine el
nihilismo post ‘90 y todavía exista un vacío enorme en las líricas, el rock aun
late, en los mismos lugares oscuros donde nació. He aquí las pruebas:
La
sangre en el ojo – Los Octopus - El hielo hoy – 2014
Halloween
- Los Rusos HDP - 2015
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