Por Carina Sicardi / Psicóloga / casicardi@hotmail.com
Lorena
estaba inquieta, no dejaba de moverse en la silla de la sala de espera. Miraba
con insistencia la puerta del consultorio que tardaba en abrirse. Una sonrisa
afable le iluminó la cara cuando me vio; cosa extraña, pensé, parecía feliz de
verme… y era la primera consulta.
Ella
es vivaz, extrovertida y demostrativa. Me costaba descubrir cuál sería el
motivo de consulta de esta alegre y joven mujer. Tal vez sería la marcada
tartamudez, pero eso no le resultaba un impedimento para hablar mucho… aunque
diciendo muy poco.
Con
las sesiones fuimos conociéndonos. Hacía unos años ya que Lorena no se hablaba
con su papá. Estaba enojada porque él se había ido de su casa después de la
separación con su mamá y ella no podía soportarlo. Él ya había formado otra
familia y con su mujer actual tenía otra hija, a quien Lorena no consideraba su
hermana. Ella es adoptiva. No quería saber sobre su origen, sólo tenía la
información que su mamá le había dado: la habían ido a buscar a un orfanato en
Santiago del Estero.
Hacía
dos meses del comienzo del camino terapéutico, cuando recibo una llamada: era
Lorena, su papá acababa de fallecer, ya no era tiempo de reconciliaciones, pero
en medio del dolor, comenzó a recordar buenos momentos compartidos, esos en los
que de niña la cobijaban los brazos de su padre, esos en que de su mano iba a la
escuela, aquellos en los que él intentaba acercarse infructuosamente, ya que su
dolor de niña nuevamente abandonada se empecinaba en levantar muros
infranqueables.
Una
tarde fue a limpiar la casa en donde él había vivido con su nueva familia. Lo
que encontró quedaría grabado para siempre en sus retinas y cambiaría el rumbo
de su destino. En varios portarretratos había fotos de ella con Atilio, su
papá. Juntos y sonrientes, como cuando eran felices en mutua compañía. Y detrás
de uno de ellos, al desarmarlo para sacar la fotografía, encontró un papel, era
su acta de nacimiento.
En
ella estaba escrito el nombre de su madre biológica y su lugar de nacimiento.
Ahí su padre le había dejado la punta del ovillo para que Lorena lo desenredara
y llegara a conocer el comienzo de su historia.
Con
mucho temor, después de charlarlo con su mamá y con su anuencia, decidió llamar
a la Comisaría de ese pequeño pueblo que la viera nacer. En medio de temblores
que casi no le permitían hablar con claridad, sumado a que su tartamudez no le
jugaba buenas pasadas cuando se sentía ansiosa, un amable Policía le comenta
que conoce a esa señora por la que ella preguntaba: había fallecido el año
anterior sin descendencia. Pero la madre de esa mujer, muy anciana, aun vivía.
¿Qué
hacer con esa verdad ahora? Viajar a Santiago la llenaba de angustia y
ansiedad, pero necesitaba ir.
Mucho
fue el camino recorrido en el amor, muchos amaneceres la encontraron en camas
de compañeros descartables y repulsivos; pero aquel que fuera su amigo, quien
todo conocía de sus días, era y es en este momento su pareja, la acompañó a
desandar caminos. Allí supo que su mamá ya estaba enferma cuando quedó
embarazada y que su salud endeble no le permitía trabajar para subsistir,
muchos menos para criar a un hijo sola.
Su padre biológico vivía en Buenos Aires, es
un hombre con una familia constituida, que al enterarse de la búsqueda de
Lorena intenta un acercamiento fallido, cuando se acercaron sus otras hijas que
nada sabían de esa hermana perdida.
Ya
no importa. Lorena encontró su verdad. Hoy es mamá de Benicio, sigue con su
pareja y un día, en terapia, le comento: “¿Te diste cuenta Lore, cómo disminuyó
tu tartamudez?”; “¿Qué, yo soy tartamuda?”, me respondió…
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