El boxeo y sus circunstancias

El boxeo fue evolucionando desde la arena del circo romano a los adoquines de las calles. En el bajo Londres se concertaban los primeros encuentros de box clandestinos. A pesar de su prohibición se programaban reuniones que los empresarios digitaban en función de la recaudación. Se peleaba sin guantes, ni límites de tiempo, ni reglamento o cosa parecida, salvo declarar un ganador a expensas de la aniquilación del oponente. No había una cuenta de diez segundos hasta el Knock out. Ganaba el que quedaba en pie. Con el tiempo los mismos ingleses lo fueron “humanizando”. La primera medida fue la implantación del uso de guantes protectores. Luego, ya en los fines del 1800 y principios del 1900, se comienzan a promover reglas que aún son tenidas en cuenta: intervalos llamados rounds; límite en la duración, etcétera. Luego, como para las apuestas la prolongación del espectáculo no agregaba ni quitaba, se limitó el esfuerzo a 15 rounds. El boxeo se industrializa a nivel internacional cuando sus “manipuladores” crean organizaciones “mundiales”. Estos organismos determinan campeones, subcampeones y, fundamentalmente, las categorías para los boxeadores. Con las categorías se garantizó, al menos, que haya paridad física entre los boxeadores. Las mismas son ocho que van desde el peso “mosca” hasta el peso “pesado”. Este ajuste proporcionó un marco casi digno al negocio de apuestas: además de apostar al ganador, se apuesta al detalle de la definición: es decir al KO, al “KO-técnico” (decisión del referí), al “abandono” (decisión de los segundos), a la “descalificación” (también decisión del referí), al “puntaje” del jurado. A pesar de los recaudos instaurados, es constante la crítica que denosta este deporte, las cuales se agigantan cuando un resultado es más que ingrato y el boxeador muere, o queda descalificado de por vida: el argentino Alejandro Lavorante es uno de los ejemplos más trágicos, quedó en silla de ruedas y sin recobrar sus cabales luego de tres peleas demoledoras para él. La primera contra Archie Moore; la segunda contra Cassius Clay; y la tercera, contra un ignoto Johnny Riggins que lo destruyó para siempre. También Ray Sugar Robinson, el más grande de todos los tiempos según los críticos internacionales y quien escribe esto (y también Muhammad Ali), tuvo un estigma en su brillante carrera: haber matado a su rival, Jimmy Doyle, en el asalto 8. Al preguntarle el juez: “¿Cuando usted le aplicó los últimos golpes a su rival, sabía que él ya estaba fuera de condiciones?”, Robinson respondió: “Señor juez, mi negocio consiste en dejar en malas condiciones físicas a mis rivales”. Robinson mató sin querer, por supuesto, llevado por el fervor, el descuido, y las ansias de éxito que cada boxeador venido de la nada alberga en su corazón. Pero hay casos que rozan lo policial. Quizás el más destacado sea el de Emile Griffith, extraordinario boxeador que mató en el ring a Benny Kid Paret. Se la había jurado a Benny, cuando éste lo insultó diciéndole que él a los putos les rompía el culo en el ring. Griffith, además de prometer hacerle tragar esas palabras, juró matarlo. Y cumplió. Lo castigó con tanta severidad y potencia en la cabeza, que Benny ya estaba muerto antes de tocar la lona. En su descargo, Griffith expresó que “estaba ciego y no me daba cuenta de lo que hacía en medio del calor del combate”. Los humanistas denostan este deporte argumentando el deterioro en el que quedan los boxeadores que se retiran y las muertes que se acumulan. Los que defienden el box contraponen estadísticas de otros deportes (especialmente de las carreras de autos) en los que las muertes son muy superiores. Cabría balancear el hecho de si, por salir bien parado en una estadística, uno puede seguir matando en las guerras, total los terremotos matan muchas más personas… Los favorecedores exponen sus virtudes que se resumen en slogans como: “es el arte de la defensa y la contundencia del ataque”, algo que sí, de tanto en tanto, se ha encontrado en buenos boxeadores, que son, precisamente, los que escapan a la regla, la excepción. En este arco de opiniones, la aparición del boxeo femenino complicó aún más los fundamentos filosóficos de su existencia. En una proporción del 90%, los amantes del box se negaban a aceptar esta posibilidad; se decía que un golpe en los senos podía producirles cáncer a las mujeres. Pero hoy, aún con la duda de prestigiosos del deporte, periodistas, entrenadores, médicos, la realidad asombra y espanta, porque ese porcentaje ha descendido a la nada; y el boxeo femenino sigue en alza, ahora con “ídolas” auténticas. Decía Sor Juana Inés de la Cruz: “Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis…” Es decir que si existe la oferta es porque también existe una demanda. Trasladando esta simplicidad al boxeo cabe preguntar: ¿Es justo que el público demande que dos personas hagan un show golpeándose con alma y vida?... ¿Es digno un espectáculo que fomenta en el espectador lo más bajo y escabroso de su condición?... ¿Yo, espectador de boxeo, debo cuestionarme por sentir satisfacción al ver a dos personas, hombres o mujeres (en el futuro pueden ser chicos) castigándose hasta lastimarse mal y hasta el dolor más sublime (recuerdo que Selpa me contó que se había dado cuenta de lo duro que era el boxeo cuando vio a su hijo arriba del ring)?... Lectoure, el taumaturgo del Luna Park me dijo en una comida: “Si hay peleas de perros, de caballos, de gallos, etcétera-etcétera (incluso las guerras ya mencionadas), qué puede tener de malo una confrontación que ayuda a liberar los componentes negativos de muchas personas”. Éstas reflexiones y muchas más preguntas esperan respuesta desde siempre y, seguramente, hasta que el mundo estalle en mil pedazos.

Por Enrique Medina
 

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