MAYO, UN FARO EN EL MUNDO
DÍA INTERNACIONAL DEL TRABAJADOR
Por Anaclara Deluca
anaclaradeluca1985@gmail.com
El 1° de mayo es el lugar del almanaque que el
movimiento mundial de los trabajadores fijó para conmemorar y a la vez
resignificar su lucha. Su memoria y recordatorio intenta salvar del olvido los
acontecimientos ocurridos en mayo de 1886 en la ciudad de Chicago, EEUU, donde
una serie de protestas por el reclamo de la jornada de 8 horas de trabajo, en
la que fueron heridas y asesinadas decenas de personas, culminó con el
encarcelamiento de ocho manifestantes y la condena a muerte de cinco de ellos,
que pasaron a ser conocidos como los “Mártires de Chicago”.
Por lo visto, no fue
gratis para el movimiento obrero mundial sortear los primeros obstáculos de su
existencia: represión y muerte fueron las respuestas preferidas de los
gobiernos hacia aquellos que pedían condiciones de vida dignas dentro y fuera
de sus lugares de trabajo. No fue gratis ni lo sigue siendo para el movimiento
obrero actual que enfrenta otra vez, grandes desafíos. La Ley antiterrorista apoyada
por el gobierno nacional, recientemente sancionada en nuestro país; la muerte
de Carlos Fuentealba, un trabajador de la educación asesinado mientras reclamaba
salario en el año 2007; son la expresión de un Estado gendarme que golpea el
derecho a la protesta y que busca quebrar los tobillos de los que quieren
caminar hacia un mundo mejor y de igualdad social. ¿Será esta una historia de
nunca acabar?
VIVIR PARA TRABAJAR, TRABAJAR PARA VIVIR
Pensaron que
asfixiando a cuatro les quitaban el aire al resto. Pensaron que encarcelándolos,
encerraban la bronca y la lucha de miles de millones. Pero otra vez la rabia no moría matando ni a unos cuantos perros
y la historia subalterna se inclinó ante esos hombres que en sus páginas
revivieron como “Los mártires de Chicago”.
Desde sus inicios, el
sistema capitalista nunca escatimó en vidas ni en muertes. Su nacimiento mismo
había sido asistido por la matanza de un continente entero: la América precolombina,
pluricultural y multiétnica, la de los pueblos originarios, fue asesinada, saqueada,
robada, ultrajada y sus habitantes esclavizados
para que en Europa esa acumulación de riquezas surgidas del período colonial, sustentara
el primer impulso industrial. Así fue como esta porción del mundo, que
evidentemente existía antes de que los europeos del siglo XV se dieran cuenta,
con sus formas de organización socioeconómica, con su arte, sus culturas
desarticuladas y devastadas por el robo europeo, fue la base sobre la que dio
su primer paso un sistema económico que aún hoy es dominante.
Cuando el capitalismo
se consolidó, llamó a los habitantes del mundo a gozar de un nuevo orden
mundial construido por trabajadores libres, desatados de las amarras del
feudalismo obscuro y de rigidez social. Pero, para esas personas que
constituyeron los primeros obreros, esa libertad promocionada por la democracia
liberal, no terminó siendo otra cosa que la libertad de morirse de hambre.
Se levantaban así las
primeras fábricas que consumían carbón y humanos. Varones, mujeres y niños
esqueléticos, ponían a andar con su hambre y su sed la maquinaria de un sistema
que otra vez, no los sentaba a la mesa. De carne obrera estaban servidos los
platos de la nueva burguesía industrial y de inflación estaban llenos los
cacharros de los proletarios. Y mientras las máquinas se tragaban los brazos,
las manos y las vidas de los trabajadores, rondaba la tuberculosis y el cólera
los cuerpos flacos de los que construían
el progreso para otros. Se relamía la muerte en los barrios de obreros que no
llegaban a los treinta años de vida. Y se negaba el pan y el sol para aquellos a
quienes sólo les quedaba un pedazo de noche para descansar, pues las jornadas
laborales se extendían hasta quince y diecisiete horas.
Así comenzaron a
mover la historia otra vez los nuevos explotadores y explotados. Los unos reprimiendo,
los otros peleando por sus derechos. El proletariado mundial no pudo sólo pedir
y reclamar, también tuvo y tiene que tomar, arrancar y morir para sacarle a
este sistema el pedazo de vida y de tiempo que les roba y que nunca acaba de
pagar por medio del mito del salario. Fue ciertamente un gran revuelo el que
armó el padre de la sociología, Carlos Marx, cuando puso al descubierto la mentirita
que el sistema se guardaba para sí: el salario nunca cubre las verdaderas horas
trabajadas, y siempre hay una pedazo de
torta que se come quien no ha amasado ni ha batido los huevos, pero que tuvo
plata para comprar la harina. Eso era la plusvalía, la esencia del capitalismo.
El trabajo sería la nueva mercancía del mundo moderno, muy mal paga.
Por eso, desde su
infancia de hambre, dolor y muerte, el movimiento obrero tuvo que enseñar a sus
hijos a luchar por una vida digna, por trabajar para poder vivir y no vivir
para trabajar, a arrebatar un futuro que no les iba a ser concedido sin sangre
y sin palos. Desde su juventud el proletariado armó las barricadas ante la saña
y la violencia con que respondían las clases dominantes y los gobiernos a los
reclamos más elementales, regando por miles sus cuerpos sin vida en el suelo de
la historia. Porque cada reivindicación obtenida, cada mejora a lo largo de los
años, fue alimentada a combate y organización, fue extirpada de las entrañas mismas
de un sistema que no dudó en perseguir y asesinar a quienes intentasen desarticularlo
con sus reclamos: anarquistas, comunistas, socialistas, sindicalistas o
luchadores sin un subtítulo ideológico particular, supieron de temprano que
exigir costaba vida, costaba libertad. Pero así fueron las cosas desde el
inicio para aquellos que en este mundo, sólo eran dueños de sus manos y el aire
de sus pulmones. Tomando calles y esquivando las balas que el Estado disparaba
por sus patrones, andaba el movimiento obrero sus primeros pasos o sus primeras
corridas. Así acontecían las cosas a finales del siglo XIX cuando los obreros
de todo el mundo se disponían a luchar por el derecho a las ocho horas de jornada
laboral, dándole una patada a la pirámide de ganancias de la burguesía
industrial. Se incendiaba la historia de finales de siglo en protestas, luchas
y movilizaciones obreras que buscaban un cambio ya en las condiciones de vida,
ya en el mundo. Por eso los mártires de Chicago, no estaban solos ni en Chicago
únicamente, su vida era la vida de cantidades que vivían tanto en Europa como
en la América,
por eso, su encarcelamiento, su juicio y su asesinato a manos de una justicia
tuerta y ladeada fue un golpe para todos. Cuando el gobierno estadounidense
ahorcaba en el patíbulo a August Spies, Adolph Fischer, George Engel, y
Albert Parsons, buscaba por fin ahogar, no a cuatro, sino a miles. Que no haya
más oxígeno para aquellos que creían que la rebelión era derecho y justicia en
un mundo injusto y desigual. Pero esos miles una vez más optaron por morir en
la calle y no en los talleres, en la luz de la historia que los hizo sujetos
sociales, y no en la oscuridad de una vida de dolores individuales. Fueron esos
miles los que multiplicaron ese primer día de mayo y lo cubrieron de memoria,
de fiesta y otra vez de lucha. Mayo fue un faro en el mundo, no importaba si
era otoño para unos y primavera para otros, guiaría de ahí en más, junto con la
Revolución Rusa del ‘17, el camino de los que desde abajo sustentaban con su
espalda, sus músculos y su tiempo, este tipo de sociedad. La historia obrera, subterránea
y pisoteada, le rendiría homenaje, haría emerger entonces a todos los mayos de
todos los años en todo el mundo, porque sabía que aún quedaban muchos mayos por
venir. En Argentina, ese subsuelo enorme de trabajadores no quiso caerse de la historia
y también armó sus páginas coloradas: La semana trágica, La semana roja, La huelga
de los obreros de la construcción del 36, La patagonia rebelde, La masacre de
Oberá, El 17 de octubre del 45, La huelga del Frigorífico Lisandro de la Torre,
La huelga de los cañeros de Tucumán, El cordobazo, La huelga de los obreros de
Ford, son esa expresión autóctona de la lucha que alrededor del mundo desatan los
que no tienen nada que perder pero tienen mucho que
ganar. Más tarde, los años 90, fue la década de los trabajadores a los que
incluso se les había negado el derecho de trabajar: Tartagal, Cutral Có, La Matanza,
fueron los lugares donde los desocupados hijos de las privatizaciones del
menemismo abrieron su camino cerrando las primeras rutas. Todos estos son hechos
que guardan nombres solitarios y perdidos que se disipan felizmente en la solidaridad
de los grandes acontecimientos colectivos y movimientos sociales de nuestra
historia. Desconocidos populares que no se conformaron amargamente con vivir el
cielo y prefirieron morir en la tierra, en la felicidad de la lucha por lo que
creían justo; que se atrevieron a soñar, pero con el compromiso y la condición
de creer y organizar sus sueños. Ellos no quisieron resignar el pasado y vivirán
en las batallas del futuro que se darán mientras haya explotadores y
explotados, mientras unos no dejen de reclamar y otros sigan criminalizando la
protesta. Porque con dolor y con certeza, continuarán ardiendo las ciudades en
revueltas sociales furiosas y masivas, mientras siga habiendo arriba y abajo.
Y la historia prenderá
violentamente, lloverán piedras y gentes, hasta que ese fuego ilumine una
sociedad en la que de una vez por todas, el trabajo, esa condición esencial que
nos hizo humanos desde los tiempos más remotos de nuestra historia, sea al fin
el medio liberador, de recreación y dignidad del espíritu y el cuerpo humano, sea
la base de la felicidad y de una libertad enorme, entera y sin fragmentar, para
todos las personas que habitamos el planeta.
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