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UN MUNDO MEJOR

Por Enrique Medina

Cumple quince años y los padres le regalan a Isabel el dinero para que se anote en la escuela de modelos. Cuando extiende la mano para que le den el recibo que la acredita alumna, un cosquilleo en el corazón le afloja un carraspeo. El lugar es agradable. Se respira el olor del éxito. Isabel está feliz de integrar el grupo de más de cincuenta chicas que aspiran emular a las famosas. Hace el casting.
En la clase de maquillaje básico, la profesional a cargo les enseña a las chicas la diferencia de usar un maquillaje para la noche y otro para el día, explicándoles que siempre que se maquillen para el día lo hagan con luz natural, porque si no corren el riesgo de, usando luz artificial, salir a la calle pintadas como una puerta. Luego les recomienda la marca de cosméticos que la escuela usa, porque es la mejor, no como otras.
En la hora del “personal training”, éste les aconseja que tomen nota sobre el cuidado en las comidas, lo bueno, lo malo, lo nutritivo. Una alumna le pregunta por las lentejas porque ha escuchado que Luciana Salazar y Pampita en un reportaje habían dicho que comían lentejas porque les daba energía, vitaminas, y no engordaban. Cada cuerpo es un mundo, desentraña el “personal training”.
El profesor de arte es el más severo; miran videos de avisos publicitarios que han sido famosos, en uno aparece Gabriela Sabatini y él sin vueltas dictamina que sólo es modelo para fotos y que en una pasarela sería lo mismo que un placard con rueditas.
En la hora de la cabeza, el peluquero, que afirma ser un “estilista” (no un vulgar cortapelos) les da los fundamentos de la peluquerología remontándose al flequillo de Julio César y la perfecta cabeza de Carlo Magno interpretado por un tal Richard Burton (que todas desconocen olímpicamente). Matiza la asignatura con atractivos chimentos de la farándula, ilustración que interesa sobremanera a las estudiantes. Según su propio testimonio, el estilista ha peinado a todas las estrellas, incluso del extranjero, y, de tanto en tanto cena o toma el té con ellas. ¿Que por qué estoy aquí?... Solamente para hacerle un favor a los dueños de la escuela. Ah, no quiero olvidarme, aquí tienen mi tarjeta, repártanlas, por ser alumnas de la escuela tienen el privilegio de un descuento en mi local.
Isabel, venciendo unos nervios que la carcomen, aprende a desfilar por la pasarela. Al principio, ella y sus compañeras salen re-entusiasmadas a tomar gaseosas y hablar del mundo soñado. Toman nota de los libros de modas que deben comprar con las historias de las modelos y de las principales marcas, y Vogue internacional, y otras por el estilo, pero siempre que sean extranjeras porque de afuera viene la verdadera moda, aquí los diseños se hacen sólo para el cuerpo argentino en tanto que lo que surge afuera es internacional. ¿Se entiende el concepto?... Y vos, Isabel, qué nombre para modelo, che, cambiátelo.
Con la misma urgencia de las enfermedades terminales, transcurre el primer mes. Las compañeras de la escuela ya no son tan amigas como en los primeros días, ahora son rivales, ni siquiera competidoras. Cada una se viste más estrafalaria que las otras, con colores detonantes, botas hasta la cintura y pañuelos que arrastran; los peinados dificultan el normal movimiento del cuello y el maquillaje reviste una esforzada-nunca lograda intención de naturalidad en el día, destellando sin pudor durante las noches junto a otras refulgencias.
Sin que perciban su presencia, Isabel se arrima a un grupo donde una estudiante avanzada afirma que las morochas más bien que no, que la onda, chicas, es la altura y la tez blanca, el tipo internacional, sabés. Pero –indaga una-, ¿y  Jennifer López, Salma Hayek, Jessica Alba?... ¡Son las excepciones que confirman la regla! En la Argentina las morochas no caminan en el mundo fashion, salvo las muy…
Isabel ya no escucha, es morocha, baja, de rostro olvidado, cabello de rulitos y caminar de futbolera como le había dicho la profe de canto con una sonrisa muy notable para disimular la agresión que recién ahora le duele.
Llega a casa y su madre está preparando la cena. Le da un beso. ¿Cómo te fue hoy? Bien, ma. Y abre el cajón, saca los cubiertos y los coloca derechitos como le gusta al padre, y las servilletas, y los vasos. Piensa que por ahora no le conviene dejar el trabajo en la boutique de Once. Hasta podría aceptar la invitación a bailar que le hizo el muchacho del puesto de flores. ¿Cómo se llama?... Anastasio. Vaya. Sí, nombre de gaucho.

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