Por
Verónica Ojeda /
Técnica en Parquización Urbana y Rural
veronicaojeda48@hotmail.com
En cada una de las historias relatadas en las
últimas ediciones, hay como protagonista un árbol.
Lo cierto es que a través del tiempo
y los años, muchos son los que me han acompañado en este recorrido. No por azar
en mi juventud elegí esta carrera que hoy desempeño con total
felicidad y que por cierto me ha dado muchas satisfacciones.
Es por ello que no voy a contar en esta ocasión
una historia en particular sino muchas –creo que podría enumerar cientos-, deteniéndome
en algunas que son imposibles de olvidar o dejar de mencionar.
En un recorrido cronológico, aparecen junto
con la infancia, los paraísos. En aquel entonces me parecían gigantes, estaban
presentes en los juegos haciendo de guarida, desprendiendo su perfume entrada
ya la primavera y regalando su amplia sombra en las tardes de verano, donde la
siesta, acompañada por el temblor que provocaba el tren, era irrevocable.
Más adelante en mi memoria, emergen los
frondosos plátanos que rodeaban la casa en donde vivía, mi patio lleno de sombra,
esa frescura y el sonido de sus hojas cuando eran mecidas por la brisa… Pero cuya
presencia también implicaba la oscuridad nocturna, inmensa, y el aleteo de los
pájaros ya en sus nidos creaba en mí la fantasía de algún ser extraño y
misterioso que rondaba las vías.
Otros eran los eucaliptos, esbeltos, enormes,
espesos; al mirarlos desde lejos semejaban a un grupo de gigantes que se movían
a paso lento despeinando sus melenas con el viento, ásperos, con su corteza
desgajándose a rebanadas, umbríos formaban ese bosquecito lleno de misterio y
propiciaban un sitio ideal para las escondidas. Recuerdo sus hojas alargadas
verde grisáceas, sacudiéndose como en un aleteo constante.
¡Los siempre verdes! Esos traen tan gratos
recuerdos… La escuela primaria… Eran nuestro lugar preferido para jugar. Ubicados
a un costado del patio, en dos hileras enfrentadas, se convertían en
nuestras “casas” cuando “la mancha” era la diversión elegida para el recreo. Y
el gran olivo, cercado por un muro bajo que nos servía de asiento y a la vez
reparo, charlas interminables se tejieron en su derredor, y ¡la foto con las
maestras!
Luego, en mi galería, siguen los cedros de la
placita, con sus ramas extendidas hacia el suelo. Lo más esperado era ver
los regalitos colgados para navidad y las bombitas de colores… Los
alcanforeros, con su perfume mentolado, hacían las veces de trepadores e
intrépidos, imposible no sentarse bajo su fresca y densa sombra en un banco de
madera de los que todavía hay, a la espera de la visita de algún
caminante.
De allí los invito a escabullirse entre las
copas de los jacarandás, árboles bellos si los hay; eso sí, en la primavera y
con los racimos liliáceos a puro esplendor. Nunca tuve uno, pero no pierdo
las esperanzas de ver algún día el jardín de mi casa nevado por sus flores.
Y si tuviera que incluir algún otro,
seguramente sería el ombú, que tiene también su historia. Ese sí me pertenece. Noble
desde la raíz hasta sus hojas, lo planté cuando era muy pequeño, tanto que
cabía en un vasito. Fue un obsequio de graduación de la carrera, tiene ya casi
diez años y bajo su cobijo hoy habita la casita del árbol. Creció y mucho, y no
hay nada más hermoso que verlo extenderse, apareciendo cada año una nueva rama
y engordando con cada primavera sus raíces. Ya no puede abrazar su tronco, liso
y suave, tierno como lo que es: una hierba, aunque su apariencia nos lleve a
referirnos a él como a un “árbol” más. Decía, ya no puedo abrazar su tronco,
pero cuando me aprieto contra él, sí puedo seguir sintiendo su latido, su
compañía y hasta me animo a contarle algún secreto, de esos que contienen
sueños íntimos y que sólo con amigos muy leales, nos animamos a decir en voz
alta.
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