Por Carina Sicardi / Psicóloga Mat.
2600
casicardi@hotmail.com
El azul del cielo inunda los sentidos
de un despertar tranquilo en un día común de verano, una jornada en que el sol,
parece querer acompañarnos. Las campanas de la iglesia más cerca, cortan el
aire y el silencio de un amanecer que aún no se despereza.
Todo comienza lento, hasta los pájaros
parecen percibir que es domingo. Pasa que tarda en llegar el reposo del sonido
que acompaña la noche. No sé desde qué lugar, pero el bullicio de las fiestas
nocturnas que van de la mano de sábado por la noche, llegan con claridad hasta
la ventana, y entra sin permiso, despertando los recuerdos de tiempos de
alegría adolescente, de inocente desparpajo.
Casi sin querer, vuelvo al patio de mi
abuela, esos patios barridos que se transformaban en pistas de tierra alisados,
inconfundible olor a la frescura que da el riego mañanero.
Todo se hacía respondiendo a un
riguroso ritual, con horarios impuestos, quién sabe por quién, pero se
respetaban. Nadie quería correr el riesgo de ser el blanco de las críticas de
los vecinos.
Desde las nueve de la mañana ya debían
empezar a rondar los primeros aromas a salsa que al mediodía acompañarían a los
tradicionales tallarines caseros, ya amasados la tarde anterior, cortados a
cuchillos y con una precisión digna del más exacto torno láser.
Ese conjunto de olores que nunca más
volveré a percibir, aunque conozca de memoria cada uno de los ingredientes en
su justo orden y cantidad. Creo descubrir
hoy el porqué. Es que hay un condimento que ya no existe: esa gran familia
alrededor de la mesa, haciendo honor a aquellas costumbres que venían del viejo
continente.
Será por eso que escucho, en tantos
pacientes, cuánto les cuesta transitar el domingo; es que despiertan las
ausencias de tiempos idos, de sillas vacías.
Ahora nos queda el desafío de empezar
a escribir nuevas historias, con estilos de familia diferentes, donde reunirse
ya no es una sana costumbre sino una posibilidad remota.
¿En qué momento esto que cuento pasó a
estar escrito en páginas demasiado amarillentas para despertarlas? La letra se
vuelve casi ilegible, y sólo aquellos memoriosos de alma nostálgica, de corazón
de tango, intentan no olvidar…
Hasta las fotos en blanco y negro, han
querido reflejarnos la unión de la familia. Muchos hermanos rodeando a los
ancianos padres conforman el cuadro. Todos de traje, vestidos para la ocasión,
rindiendo culto a la familia.
Entre cajas llenas de trastos y
artefactos embalados, compartimos con Marcos su último atardecer en Firmat. ¡Cómo
cuesta pensar en ubicar grandes vivencias como las últimas! Se cruzaron
nuestras miradas, y sin mediar palabras, nos entendimos. Se sentó, y con la
naturalidad del que sabe, sus manos hábiles y diestras parecían acariciar las
teclas del piano, su primer piano. Y la casa se lleno de sonidos, de música de
a dos.
Y allí, en es ese instante en donde
todo apuntaba a un presente colorido y a un futuro apostando a la vida, las
notas nos llevaron a evocar aquellas canciones que nos acompañaron en esa
infancia de radio, tango, vals, hasta una ranchera que invitaba a recordar los
actos escolares de nuestras escuelas primarias…
Ahora pienso qué nos llevó a cambiar
nuestro habitual repertorio: música clásica, folclore del bueno. Es que nos
estábamos despidiendo del pasado, estábamos dejando atrás una montaña de cosas,
de juegos, de sentimientos.
En el mismo año, los dos atravesamos
el ingrato momento de despedir a nuestros padres. Historias diferentes, pero
que sin dudas marcan lo que vendrá. Hoy somos nosotros los referentes de
nuestras vidas, somos los que encabezamos la “V” de la bandada. Nosotros
cuidamos y protegemos, a los más débiles, a los más pequeños. Nosotros, con
nuestras debilidades y fortalezas, con todo lo que somos.
La hoja en blanco, otra hoja en
blanco… Lápiz en mano dispuestos a garabatear, a llenarnos de palabras nuevas…
No hay comentarios:
Publicar un comentario