EL OBSERVADOR DEL
CIELO
Por Sergio Galarza
sergiogalarza62@gmail.com
Cuando miramos el cielo acaso sólo veamos
luces y sombras, y no poca belleza, espero. Mas, cuando alguien con un mínimo
conocimiento científico lo hace, puede ver algunas cosas extra, si lo desea. Ver,
por ejemplo, sobre qué punto de la
Tierra está parado, hacia dónde se dirige, qué época del año
le acaricia o escuece. El lento dominio del cielo, la familiaridad con sus
figuras y lo cíclico de sus cambios, permitió a los antiguos desplazarse por la
vastedad de las llanuras, vagar entre las montañas y escindir los mares en pos
de las lejanas tierras prometidas. En pleno 2013, en la península arábiga, aún
es costumbre y necesidad orientarse en los desiertos mediante las estrellas.
Aunque esto parezca arcaico, en esencia lo hace cada uno de los que usan
sistemas de GPS, ya que su correcta función depende también de los conocimientos
astronómicos de diseñadores y desarrolladores de programas, puesto que los
satélites que utilizan están ubicados en órbitas terrestres determinadas.
Sin este último chiche, el hombre pobló
América una decena de milenios atrás. Lo hizo por dos caminos: el estrecho de
Bering, al norte, en épocas en que el hielo lo hacía transitable a pie; y a
través del Océano Pacífico, al sur.
De isla en isla, desde Oceanía, hasta
dar con las costas de Chile o Perú, vinimos a afincarnos a esta linda tierra.
Semejante trayecto, hecho en naos de
junco, fue factible al leer el cielo para mantenerse sobre la latitud correcta,
sin desviarse al navegar. Muy pronto inventamos las herramientas idóneas para avanzar
de ese modo: remos, velas, timones… y al fin el sextante, por ejemplo.
Un sextante es un palo o hierro con
marcas y una plomada, que mide las alturas aparentes de las estrellas con
respecto al horizonte. Al ser la
Tierra una pelota que gira, parece que rotan las estrellas
sobre nosotros, dibujando arcos en las noches. Esos arcos leyeron los
ancestros, los hombres y mujeres que llegaron a América por el oeste, hace
miles de años.
Piensen que esas mismas estrellas –las
estrellas viven millones de años, diez milenios no es tanto para ellas- han debido
de medir nuestros oficiales al traer la Fragata Libertad
de vuelta a casa, hace poco. Cuando escuché la noticia imaginé a esos jóvenes
–también mujeres- izar las velas y escudriñar los cielos, ir viéndolos cambiar
sobre ellos a medida que ascendían desde el hemisferio norte hasta casa, en el
alto sur.
Pensarlos sobre cubierta, balanceándose
sobre el Atlántico, me hizo recordar con cariño a uno de mis mejores
profesores, al señor Osvaldo Simonetti, docente del Colegio San José de Chabás,
quien diera la vuelta al mundo sobre esa misma Fragata, en ocasión de cumplir
con su servicio militar.
Osvaldo fue un profesor de los mejores,
que enseñó su mecánica con autoridad, la misma mecánica que hoy repaso para
comprender el cielo. Jamás regalaba nota y creo que nunca faltó al colegio. Sólo
había un modo de distraerlo, de lograr que no explicara su materia durante la
exacta hora que duraba su clase: hablarle de la Fragata Libertad, de su viaje a
través de los mares bajo los cielos del mundo. Sólo entonces se permitía un mínimo
desliz en su concepto del deber. Sus ojos se encendían y su voz traslucía
melancolía y orgullo por lo que le pedíamos recordar. Qué razón tuvo siempre en
narrar ufano esa aventura. Había sido elegido entre miles por su conducta y
dedicación, pero nosotros no medíamos tales valores; un compañero siempre le
preguntaba por las chicas de tantos puertos. Él sonreía con tolerancia, negaba
esas disuasiones y cerraba afirmando: ¡Yo
navegué en la Fragata Libertad!
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