Por Alejandra Tenaglia
No conocí a mi
abuelo paterno, pero sé que fue placero del pueblo. También sé que a mi papá,
se le llenaban los ojos de lágrimas cada vez que lo rememoraba. En mil oportunidades,
me contaba cómo lo hacía trabajar en la quinta que estaba en el fondo de la que
ahora es mi casa, su rigidez para con los horarios, y sobre todo su bondad
infinita. Ahí es donde el llanto se le hacía incontenible. Y yo, muy niña, me enojaba
en silencio por no haber tenido la chance de disfrutarlo, de llamarlo “nono”,
de escuchar y ver a quien logró calar tan hondo en un hombre cerrado y más bien
inconmovible, como era mi padre.
Tales son los
intersticios de la vida y el andar caprichoso de los sucesos, que la historia
ha venido a repetirse desde hace ya más de 10 años, arrojándome a mí a ese bordecito
en el que los ojos se humedecen al contar anécdotas que encierran ahora, a mi propio
viejo querido.
A los sentires
personales, siempre un poco diferentes y también iguales en relación a seres entrañables
que ya no están, se suman los recuerdos. Esos sí que son algo inexplicable.
Solemos ir con una madejita ya por demás conocida debajo del brazo, que pasamos
de mano en mano en toda charla que abra la ocasión. Pero un día cualquiera,
fuera de todo plan y escapando a las comisuras de nuestro andar cotidiano, un hecho,
un aroma, una melodía, nos despiertan el deseo de volver a comer el helado de
frutilla de aquella casa comercial a la que, sin decisión consciente mediante,
nunca más regresamos. ¿Por qué dejé de hacerlo?, una se pregunta. ¿Cómo fue que
olvidé que me gustaba ir allí? Quizás porque el placer mayor era ir junto a mi
padre, que me compraba el vasito repleto de crema como souvenir de la visita a esa
ciudad vecina. Y el recuerdo emerge, todo juntito y apretado, insuflándonos en
el alma un calorcito sin igual. Una revive, aunque sea un rato, al momento con
todo su alrededor. Y hasta se siente aquella niña de cuerpo entero; es una maravilla
lo que logra la imaginación…
También suele
darse que es otro quien nos regala su recuerdo sobre un ser querido. Qué
regocijo, con qué entusiasmo escuchamos… Es como cuando nos cuentan un sueño
del que fuimos parte. Y quizás, ahora que lo pienso, se trate casi de lo mismo.
Lo cierto es que el registro que el otro nos brinda de una realidad que se nos
escapó de las manos porque así lo impone este avanzar del reloj que nunca cesa,
aparece como rayo de luz sobre un rincón fornido de oscuridad. Y se nos
enturbia el presente con ese pasado que aparece tan lejano; y se nos alivia el
pesar de la ausencia al descubrir que alguien más, mantiene vivo lo que para
una es tesoro; y nos sentimos más cuerdos con la coincidencia de datos; y se
nos mueve la estantería con detalles nuevos; y nos enorgullecemos por el cariño
que trasunta el narrador en sus gestos; y nos percibimos claramente únicos en
esos instantes, protagonistas certeros de nuestra epopeya, gladiadores cuyas
batallas no deben cejar jamás. Gracias a esas personas que nos regalan sus
memorias, vibra una cuerda que nos hermana volviéndonos un poquito más humanos,
menos tontos y vanidosos, más cercanos a “eso” que aunque no podamos definir
con palabras, sabemos que es lo que importa de verdad.
Después, claro,
una se sacude como lo hace el perro ni bien despierta, para volver al andar.
Para poder seguir avanzando, porque sabido es que esta calle por la que
transitamos, tiene sentido único obligatorio hacia adelante…
Además de mi
viejo, muchos otros me han hablado de mi abuelo el placero, repitiendo al
unísono lo bueno que era. De su esposa, mi querida abuela Rosa y su almacén de
ramos generales, unos recuerdan el cacao que iban a comprar, otros el pedazo de
dulce de batata con o sin chocolate que sólo venía en latas, el vino en
damajuanas, las aceitunas variadas alojadas en grandes frascos, los quesos en
hormas, el kerosén en tanque, el azúcar en cajón de madera y las galletitas
sueltas, las alpargatas, las libretas negras en las que anotaban lo que llevaban
para luego pagar todo de una vez, y aquí la coincidencia recae en el carácter
severo de la Doña; es cierto, mi nona era brava. Pero a esta seguidilla de
recuerdos, yo tengo uno para agregar, chiquito pero que a mí me hizo degustar
su magnanimidad. Miren, me decía “Alita” con una alegría tan grande, tan
grande, que se le desparramaba por toda la cara. Y eso, ¿quién lo puede
olvidar?
Hace poco una amiga
perdió a su abuela. A Doña Ñata también se le encendía la voz de felicidad
cuando decía “Fernanda”, lo decía con tantas ganas... Seguramente ese será uno
de los más gratos recuerdos que mi amiga llevará siempre consigo; como ustedes
llevarán frases o palabras de un ser querido que, tanto se adelantó en el
camino, que ya no se lo alcanza a ver con una simple mirada.
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