(continuación)
Por Jorge Viera
No había puntos
importantes en juego, muchas familias se habían acercado y el ambiente era de
fiesta deportiva. Incluso había poca policía. Entran los equipos a la cancha e
ingresan los árbitros, como siempre, capitaneados por Antonio. Pitazo de
inicio, mueve Belgrano.
Nos habíamos
ubicado cerca de los vestuarios. La hinchada local vitoreaba a su escuadra y no
escatimaba insultos a los rivales. Las jugadas se sucedían en un encuentro
bastante aburrido, el trabajo de Antonio era impecable como siempre. En el
entretiempo, fui con uno de los muchachos hasta el bufet a buscar unos
choripanes con gaseosas. Para nosotros, qué íbamos sólo por Antonio, era divertido
escuchar las críticas tácticas de los fanáticos. Volvimos al borde de la cancha
para ver el segundo tiempo. Habrán pasado unos veinte minutos cuando un córner
para los locales cambió la historia del partido. Los defensores forcejeaban con
los delanteros mientras esperaban el disparo; Antonio estaba dentro del área,
se ubicó un poco más atrás de la medialuna. Cuando el jugador ejecutó el tiro
de esquina, la pelota se elevó dibujando una clara comba en el aire. El remate
fue muy abierto y pasado, los jugadores levantaron la mirada observando cómo el
balón cruzaba el área a una altura considerable, cuando de repente la pelota
rebotó contra el pecho de Antonio, quien la dominó con la frialdad y el temple
de un delantero de selección; clavó la vista en la pelota y antes de que tocara
el piso, la empalmó con la parte externa del botín izquierdo, haciendo que el
esférico saliera disparado como un balazo recto, clavándose en el ángulo más
alejado del arquero de Alumni, quien ni se movió. El claro instinto de Antonio
hizo que girara la cabeza para mirar al juez de línea, que se mantuvo inmóvil. Después
salió corriendo en zigzag con los brazos extendidos como un avión, mirando al
cielo, gritando el gol. Intentó unos pasos de baile frente al banderín del córner,
puso una rodilla en tierra y levantó el puño. El mutismo de todos los que
poblábamos las instalaciones, era la muestra de una total sorpresa. Poco a poco
se empezaron a escuchar risas nerviosas y no faltó quien gritó alguna
barbaridad. Una señora aseguraba que debía ser una cámara oculta para el canal
local. No cabía en la cabeza de nadie otra posibilidad, debía ser un chiste. Nos
miramos entre los muchachos; ninguno articuló palabra. Entró uno de los
colaboradores a la cancha, acompañado de uno de los dirigentes; se acercaron adonde
estaba Antonio aún gritando su conquista. Se había quitado la casaca y la
revoleaba como si fuera un poncho, sabiendo incluso que ante un árbitro de su
categoría, eso le hubiera costado una amarilla. Lo tomaron de un brazo y lo
llevaron hacia los vestuarios. Antonio no se resistió, seguía festejando el
gol. Los demás jugadores hablaban entre ellos, intentando adivinar cómo
seguiría el encuentro. Regresamos al pueblo y fuimos a la sede. La noticia ya
había llegado por la radio. Tratamos de buscar alguna explicación, no habíamos
podido hablar con Antonio. Se habría vuelto loco, sería alguna promesa por
cumplir o simplemente la pelota lo sedujo… ¿quién sabe? Lo ocurrido trascendió
a los medios nacionales, que de inmediato enviaron reporteros. Uno de ellos
intentó hacernos una nota para averiguar qué conductas extrañas había en
Antonio. Lo echamos a patadas.
Por un tiempo
largo no vimos a nuestro amigo, alguien contó que lo habían alejado de los
encuentros y que estaba bajo tratamiento psiquiátrico.
Habrá pasado un
año cuando un sábado por la tarde, al volver de jugar en la canchita con los
muchachos, tocan el timbre de mi casa. Era Antonio, muy flaco, medio
avejentado, pero con una sonrisa de oreja a oreja. Vestía muy humilde, pero
pulcro; y tenía la libreta bajo el brazo. Cuando al fin pude reaccionar, nos
abrazamos fuerte. Sentados en la cocina, como cuando éramos chicos, no
parábamos de hablar. Yo no le quería mencionar aquel suceso, si él quería me
iba a contar. Y así fue.
-
Mirá, Gallego, vos me conocés de pibe y no te voy a
mentir. Mi sueño era ser goleador. Pero viste que mi carácter es más bien corto...
Cuando empecé a dirigir, sentí que me iba acercando a lo que más quería. Te
juro que más de una vez alguna pelota picando en el área me sacudía
interiormente, pero ninguna como el centro de Benítez esa tarde. Cuando la vi,
casi flotando en el aire, desde lo más profundo de mi alma sentí que no podía
desperdiciar la oportunidad y… bueno, qué te voy a contar si vos lo viste. ¡Qué
golazo, madre mía! Cada vez que veo el video no lo puedo creer. Decime si no
tengo razón.
Qué le iba a
decir, si tenía razón. Un gol del que aún hoy se habla en cada cancha de la
liga. Mientras me contaba, abrió la libreta y me mostró lo que guardaba ahí:
dibujos de poses de jugadores pateando la pelota y algunos arcos con esas
marcas de las miras telescópicas, adonde debían apuntar con el disparo. Se
notaba la evolución del dibujo, desde que era un niño hasta ahora.
Después me
preguntó por los muchachos, hablamos de chismes del pueblo y algunas cosas más.
Cuando nos despedimos, él seguía radiante de felicidad como cuando había
llegado, y medio que ahí me di cuenta que le importó un pito que dijeran que
estaba loco y todo lo demás; se había dado el lujo de hacer su sueño realidad.
Y pensar que decía que era corto de carácter…
Hace varios años
que lo veo muy de vez en cuando, se casó con esa chica de la ciudad vecina y
trabaja de albañil o haciendo changas. No se acercó más a ninguna cancha y me
contaron que ahora está en un grupo de teatro. Quién sabe qué nuevo sueño, está
por cumplir.
* La primera parte del cuento fue publicada en la edición anterior.
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