LA ETERNIDAD EN UN
INSTANTE
Por Julieta Nardone
julinardone@hotmail.com
Si hay un autor que piensa
y dialoga con su lector, ése es sin duda el uruguayo Mario Benedetti
(1920-2009), intérprete favorito de su pueblo. La novela que aquí elegimos para
hacernos parte de sus múltiples interlocutores, fue publicada por primera vez
en 1960 y hoy día todavía pervive como testimonio psicológico y social. Una
trama convocante desde la modestia de su estilo, la corrosividad del humor que
penetra las ideas de aparente “sentido común” y una atmósfera íntima,
confesional, propia del género, ya que la historia se desarrolla bajo la forma
de diario personal del protagonista.
Pero si tuviéramos que
indicar un único aspecto sintetizador del libro entero, ese bien podría ser el
gesto de espoleo que representa el hecho de que los grandes momentos de la
novela son, a la vez, repentinos y fugaces... Quizás como la vida misma: “Estoy seguro de que la cumbre es un breve
segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas”, nos dice Martín Salomé, el personaje estelar. Viudo
de 49 años, empleado en una empresa comercial, rutinario, simple, un poco
indeciso, padre de tres hijos ya mayores; un sujeto con poco carácter aunque bastante
reflexivo y sensible... Un hombre triste
con vocación de alegría, tal como se autodefine en sus escritos. A punto de
jubilarse, comienza a sentirse abatido por la vejez prevista en la inactividad
laboral que lo espera: “A veces me
pregunto qué haré cuando toda mi vida sea domingo”. Hasta entonces, la vida
del oficinista no parecía salirse de la monotonía y la soledad de quien
permanece apartado, aunque no ajeno a las circunstancias y a los otros. En ese
mismo sentido, la distancia perceptible entre el ser íntimo y el ser público de
Salomé comulgan con la enajenada
apatía y pasividad de los arquetipos ficcionales de Benedetti, tal como el del
oficinista identificado con un sector social que se resiste a todo cambio
porque supone una amenaza a la seguridad aparente del quehacer mecánico y
cotidiano. Hay, incluso, numerosos pasajes de esta novela en que se deja oír,
en alguno de sus personajes, la voz del propio autor; pasajes en los que el
poder comunicante de la simple anécdota persigue despertarnos de esa rutina y
de esa frustración: “…hace falta pasión,
ese es el secreto de este gran globo democrático en que nos hemos convertido.
Durante varios lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la objetividad es
inofensiva, no sirve para cambiar el mundo (...) Hace falta pasión (...) Hay
que gritarle al oído a la gente ya que su aparente sordera es una especie de
autodefensa, de cobarde y malsana autodefensa. Hay que lograr que se despierte
en los demás la vergüenza de sí mismos, que se sustituya en ellos la
autodefensa por el autoasco...”
Así y todo, Martín tendrá oportunidad de escapar de
la cárcel cotidiana al enamorarse de una mujer mucho menor, quien representará,
aunque sea momentáneamente, su salvación; la
tregua necesaria para transformar esa vejez prematura en una madurez plena,
un poco sacudida por la incertidumbre de un romance fuera de los cánones socialmente
arraigados. Pero sólo entonces, el confort
espiritual, el apego a la comodidad mental y afectiva en la que parecía
apoyarse la seguridad y también el sacrificio ineludible del padre de familia, van
siendo transformados por la corriente de vida que inyecta la erotización y
ternura de una muchacha simple, limpia, penetrante. Precisamente, el
protagonista, en medio del frenesí, se formula una pregunta que nos deja a
nosotros, los lectores, desnudos de armas intelectuales o libres de falsa moral:
“¿Por qué será que lo verdadero es
siempre un poco cursi?”
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