Para mi
amiga Susana
Por Verónica Ojeda
Había una vez un arbolito, alto y delgado, que
se destacaba de su grupo por su esbeltez y finura. Su tronco era liso y suave,
podía abrazarlo siempre y jamás encontrar una aspereza que pudiera lastimarme.
Lo descubrí hace algunos años, no recuerdo bien qué día; o sí; no sé, quizás
quiero evitar el llanto.
De su copa podría dar mil y una descripciones:
abierta, brillante, limpia, muchos nos cobijábamos bajo su sombra buscando la
frescura que sabía dar. Tenía muchas ramas y era de excelente madera, como
pocos, casi extravagante. Era imposible no ir por allí buscando aliviar el
agobio luego de un día convulsionado.
Durante algunos años, las distancias
impidieron el saludo cotidiano, el paso obligado, pero no así el recuerdo de
tantos momentos plasmados en mi memoria.
Arraigó bien firme y prodigaba una fortaleza
casi indestructible, batalló con varias tormentas, quizás alguna de ellas,
celosa de su fulgura, agitó sus raíces para intentar quebrar tan perfecta
belleza.
Fuimos muchos los afortunados que pudimos
disfrutar de su amable compañía y complacencia.
Lo vimos crecer, fructificar y dar semillas.
Extendió sus ramas a quien quisiera posarse en él; abrazó, albergó, escuchó; y
desde sus entrañas regalaba con gentileza algo de su sabia más preciada.
Un día manifestó, no sé por qué, algunos
signos de una enfermedad aguda, comprometida; pero aún así mi optimismo se
alimentó con las plegarias más dedicadas, promulgando su recuperación. ¿Qué
haríamos los peregrinos sin tu altura, sin tu presencia ahí plantada como
siempre, esperando nuestro paso cotidiano?
Sé que le dedicaron los cuidados más intensos.
Ante el asombro de todos, algunos días volvía a estar en pie, radiante y lleno
de esperanzas daba palabra de nuevos brotes.
Cada día al levantarme pensaba en ese árbol, y
a menudo solía preguntarme: ¿por qué?
Cuando podía, pasaba a verlo, y aunque su
enfermedad ya avanzaba, lo veía esplendoroso, vigoroso, con su sabia intacta y
su vitalidad a flor de piel.
Una tarde de abril alguien me dio la noticia
de que el árbol, mi querido arbolito largo y flaco, ya no estaba; no pudo más,
se cansó de batallar, se fue con su madera buena y con su sabia perfumada a
otra parte. Quisiera saber dónde encontrarlo, para traerme un pedacito de su
tronco y que me acompañe como esos recuerdos que uno guarda en una caja y cada
tanto revuelve.
No quise verlo caído, preferí recordarlo de
pie. Todavía siento su aroma y oigo la risa de Su copa al ser acunada por el
viento.
Dejó sus frutos disipados en todos nosotros,
sus peregrinos; y un pequeño retoño en buenas manos.
No lloraré. Celebraré agradecida lo que sembraste
y viviré cada día recordando tu fresca sombra y el abrazo cálido de tus ramas.
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