Por Natalia Polo / Psicóloga – Especialista en terapia cognitiva
El concepto de familia que tenían nuestros abuelos, ha cambiado
definitivamente; y en esta época que nos toca vivir, expresiones como “familia multifuncional”, “diversidad
de género”, “matrimonios igualitarios”, se han incorporado tanto a nuestro
lenguaje como a la sociedad en su conjunto.
A diferencia del organismo humano, una pareja es una sociedad “disoluble”. Sus componentes pueden seguir
existiendo fuera de ella, el final de la relación no significa la desaparición
de ellos mismos. Por tanto se fija un contrato simbólico con ciertas pautas y
compromisos que son únicos a cada pareja, es decir, no hay nada establecido que
marque qué está bien o qué no lo está.
También el rol de la mujer, con respecto a la familia, ha cambiado. Muchas veces
la mujer siente, por determinadas circunstancias, que debe optar entre su
desarrollo personal y profesional o la crianza de los hijos, sin ver que la opción
es establecer roles funcionales a cada pareja y no dejarse llevar por
conceptos preestablecidos.
Es bueno entender que los Ingalls, ícono de la familia ideal -padre
proveedor, madre dedicada a la casa y los hijos-, ya no es un modelo tan
aplicable. Hoy en día el padre proveedor también cambia pañales, prepara
mamaderas y lleva al niño al colegio. Y la madre sale a trabajar, aporta para
mejorar la economía del hogar y delega, no sin culpa, eso es cierto.
Hagamos un alto y evaluemos las posibilidades que nos permitan ser uno
mismo y junto a otro que hemos elegido, felices. ¿Es esto posible? Claro que sí,
es mi respuesta cuando en el consultorio las parejas me lo plantean.
Los hijos, los lugares en donde transcurrirá la vida, los modos de esa
vida, las diversas metas de nuestro proyecto común, no deberían ser puntos de
partida para la convivencia, sino sucesivos puntos de maduración. Elegir
caminar con otro es en definitiva abrir los horizontes y no cerrarlos en torno
a requisitos previos. La cuestión esencial no es lograr una convivencia
prolongada, sino una convivencia armoniosa. Lo primero no garantiza lo segundo.
Pero lo segundo es un camino seguro hacia lo primero.
Se trata de plantear un nuevo paradigma centrado en el reconocimiento, la
valoración y la integración de las diferencias.
En las terapias de parejas hay que animarse, juntar coraje y verse a través
de la imagen que devuelve ese otro que de pronto “escuchamos hablar sin pelos
en la lengua, de uno”; no es un tramo sencillo de recorrer… El trabajo que se
emprende está signado por tareas. En cualquier vínculo, cuando hay espacio y
predisposición para una tarea, existe la posibilidad cierta y la esperanza de
una resolución de conflictos, ya sea para convivir mejor o para desvincularse
con respeto, buen trato y aprendizaje emocional.
La pregunta central que se instala es “¿para qué estamos juntos?” Responderla
resulta clave para el trabajo terapéutico. A veces tememos preguntarnos esto, a
sí mismo y al otro. Sin embargo, la respuesta será siempre saludable.
Si busco plenitud, armonía, paz, felicidad, el sentido de mi existencia, es
bueno saber que la pareja no es sinónimo de todo eso, sino uno de los caminos
posibles. La pareja es un camino hacia un destino. Camino y destino no son lo
mismo. Pensarlo así permite recorrerlo de un modo más nutricio y flexible que al
pensarlo como la única ficha con la que contamos para ser plenos, felices…
No es la persona que nos ama quien debe saber cómo amarnos, somos nosotros
quienes le enseñaremos el modo en que necesitamos que nos ame.
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