Por
Mariano Fernández
marianoobservador@gmail.com
Mi
viejo no es el mejor padre del mundo. Tuvo mucho a favor, y esa ventaja le
resta mérito. Tuvo a mi vieja a su lado, por ejemplo, que es mucho. Tuvo techo
donde criarme y trabajo con que llenarme la panza y darme muchos años de
educación. Así, casi cualquiera es padre. Me largó al mundo de muy chico.
Literalmente. Es como si me hubiera empezado a preparar desde que tengo uso de
razón, para que llegado el momento quisiera salir de mi cuadra, de mi pueblo,
de mi país, a ver cómo era el paño desde otros lados. Un poco de Julio Verne,
otro tanto de historias de lugares exóticos, hicieron el trabajo. Todo eso atravesado
por la paradoja de enseñarme a amar profundamente a mi tierra y a mis hermanos,
de cualquier parte del mundo. Hoy parece un plan perfectamente orquestado, algo
inverosímil para el sentido anárquico del orden de mi progenitor.
En
mi infancia intentó enseñarme a pegarle a la pelota, pero yo soy zurdo -al
igual que él-, y él diestro, eso complicó todo... Mocasines Carlitos, mojarrear
en el arroyo, el destartalado Magnette, barrilete cuadrado, remo con bay
biscuits en el club, figuritas de ET y suplemento infantil del diario Crónica.
No puedo pedir más. Me estallan las retinas de recuerdos...
En
la adolescencia me dio dos o tres consejos sobre las minas; siempre certeros
pero igualmente insuficientes, y a cambio le di varios problemas. Me dijo
algunas cosas bastante simples que su padre le había dicho a él: lo de no robar
(cosa que llevó al extremo obligándome a devolverle al kiosquero un botín de unos
pocos caramelos) y otras más propias de él, como el no tener tabúes, amar la
vida, y eso de la injusticia, contra cualquiera, en cualquier lugar... Agradezco
hoy -por el presente del club de sus amores-, haberlo traicionado -a él y a
Serrat- y elegir otro equipo; pero incluso esa traición fue producto de sus
enseñanzas, y hasta podría jurar que está de acuerdo con ella. Jamás olvidaré
cuando me llevó por primera vez a la cancha. O al hipódromo, y gritar sólo él y
yo un nombre sajón de un pingo ignoto, en medio de una tribuna abarrotada, y
abrazarnos apretando un puñado de boletos ganadores.
Él eligió,
sin saberlo, muchos años antes de que nazca, el nombre de mi hijo. Así vamos
descubriendo a nuestros viejos en nosotros, a cada paso: que el espejo, ese
tic, el mate amargo y el vino, tinto y sin mojar… Todos recordamos algo
especial del autor de nuestros días -o al menos del firmante-, vivido en la
niñez, que es cuando los padres son todavía Superman y la convivencia nos reúne:
un perfume, un lugar, una mirada, a nuestra madre amenazando con un “ya vas a
ver cuando le diga a tu padre”.
Vamos
aprendiendo de sus aciertos, pero más de sus errores, aún siendo magnánimos; al
fin de cuentas, se recibieron de padres el mismo día que nosotros de hijos. Y
cuando nos toca ocupar ese rol, son tantos los dogmas paternales que se hacen
realidad con precisión absoluta... Comprendo ahora lo que sentía mi viejo cuando
yo o alguno de mis hermanos lo miraba, en el instante en que me traspasa, me
demuele, me enternece hasta la médula la mirada de uno de mis hijos.
Aun así,
con miles de aciertos y virtudes, insisto, mi padre no es el mejor del mundo.
Ponerlo en esa posición sería soberbio y una ofensa a muchos padres. A aquellos
que se levantan de madrugada y regresan de noche para procurar el sustento de
los suyos. A los padres que son también madres y viceversa: a las madres que
son padres. A los tíos, abuelos, hermanos mayores, que cumplen ese rol con
entereza. A aquellos padres que han dado todo, incluso la vida, por cosas menos
tangibles como la libertad de sus hijos y las de sus congéneres. A los
perseguidos, a los desplazados. Muchos tienen/han tenido vidas más duras, más
cortas, más injustas; y a pesar de esas circunstancias son/han sido padres
ejemplares. Pensar otra cosa, sería también una afrenta a mi viejo.
Este
es un homenaje a los padres. A los de todo el mundo. Aunque en realidad no a
todos; no a lo que se empeñan en fabricar huérfanos y se ausentan con la misma
naturalidad con la que oscurece al final del día. A esos no. A todo el resto,
sí; al suyo, a los que ya no están en esta tierra. Por ahí no califican para
mejores padres del mundo. Pero seguramente están entre los primeros diez mil,
veinte mil, cien mil. Que no es poco…
Yo,
humildemente, aspiro a ser más o menos como el mío.
Te
quiero mucho papi.
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