La tregua - Abril 2º


LA ETERNIDAD EN UN INSTANTE

 
Por Julieta Nardone
julinardone@hotmail.com

Si hay un autor que piensa y dialoga con su lector, ése es sin duda el uruguayo Mario Benedetti (1920-2009), intérprete favorito de su pueblo. La novela que aquí elegimos para hacernos parte de sus múltiples interlocutores, fue publicada por primera vez en 1960 y hoy día todavía pervive como testimonio psicológico y social. Una trama convocante desde la modestia de su estilo, la corrosividad del humor que penetra las ideas de aparente “sentido común” y una atmósfera íntima, confesional, propia del género, ya que la historia se desarrolla bajo la forma de diario personal del protagonista.
Pero si tuviéramos que indicar un único aspecto sintetizador del libro entero, ese bien podría ser el gesto de espoleo que representa el hecho de que los grandes momentos de la novela son, a la vez, repentinos y fugaces... Quizás como la vida misma: “Estoy seguro de que la cumbre es un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas”, nos dice Martín Salomé, el personaje estelar. Viudo de 49 años, empleado en una empresa comercial, rutinario, simple, un poco indeciso, padre de tres hijos ya mayores; un sujeto con poco carácter aunque bastante reflexivo y sensible... Un hombre triste con vocación de alegría, tal como se autodefine en sus escritos. A punto de jubilarse, comienza a sentirse abatido por la vejez prevista en la inactividad laboral que lo espera: “A veces me pregunto qué haré cuando toda mi vida sea domingo”. Hasta entonces, la vida del oficinista no parecía salirse de la monotonía y la soledad de quien permanece apartado, aunque no ajeno a las circunstancias y a los otros. En ese mismo sentido, la distancia perceptible entre el ser íntimo y el ser público de Salomé comulgan con la enajenada apatía y pasividad de los arquetipos ficcionales de Benedetti, tal como el del oficinista identificado con un sector social que se resiste a todo cambio porque supone una amenaza a la seguridad aparente del quehacer mecánico y cotidiano. Hay, incluso, numerosos pasajes de esta novela en que se deja oír, en alguno de sus personajes, la voz del propio autor; pasajes en los que el poder comunicante de la simple anécdota persigue despertarnos de esa rutina y de esa frustración: “…hace falta pasión, ese es el secreto de este gran globo democrático en que nos hemos convertido. Durante varios lustros hemos sido serenos, objetivos, pero la objetividad es inofensiva, no sirve para cambiar el mundo (...) Hace falta pasión (...) Hay que gritarle al oído a la gente ya que su aparente sordera es una especie de autodefensa, de cobarde y malsana autodefensa. Hay que lograr que se despierte en los demás la vergüenza de sí mismos, que se sustituya en ellos la autodefensa por el autoasco...”
Así y todo, Martín tendrá oportunidad de escapar de la cárcel cotidiana al enamorarse de una mujer mucho menor, quien representará, aunque sea momentáneamente, su salvación; la tregua necesaria para transformar esa vejez prematura en una madurez plena, un poco sacudida por la incertidumbre de un romance fuera de los cánones socialmente arraigados. Pero sólo entonces, el confort espiritual, el apego a la comodidad mental y afectiva en la que parecía apoyarse la seguridad y también el sacrificio ineludible del padre de familia, van siendo transformados por la corriente de vida que inyecta la erotización y ternura de una muchacha simple, limpia, penetrante. Precisamente, el protagonista, en medio del frenesí, se formula una pregunta que nos deja a nosotros, los lectores, desnudos de armas intelectuales o libres de falsa moral: “¿Por qué será que lo verdadero es siempre un poco cursi?”

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