Comedia y tragedia


Por Carina Sicardi

Es más fácil escribir desde la tragedia que desde la prosperidad, escuché decir a Pacho O’Donell. Quizás sea porque en épocas de prosperidad, de aparente felicidad, detenerse a pensar -elemento fundamental para poder escribir-, es considerado casi como una pérdida de tiempo.
Pero esos momentos en los que dan ganas de soltar amarras y dejar que el viento de antaño se transforme en brisa que nos acune hasta adormecernos en la seguridad de los brazos maternos, desaparecen de repente para dar paso a una tremenda sensación de irrealidad, de que alguien cambió la película sin que pudiéramos darnos cuenta; y todo se vuelve sepia. “Algo” ocurrió. En la cabeza se agolpan las palabras que se asocian a la tragedia: dolor, desesperación, miedo, tristeza. Y fundamentalmente, lo que surge como ineludible al pensarlo, es la sorpresa: ese “algo”, de pronto, alteró el rumbo de primavera y el color de los colores…
La infaltable pregunta es: ¿qué hice o qué dejé de hacer para que esto sucediera? He aquí la culpa.
La comedia y la tragedia son las dos caras del teatro, que se representa en actos; a veces como la vida, donde penas y alegrías salen a escenas de a ratos, versa una chacarera. Pasa que, como diría Alejandro Dolina, quizás seamos en esencia seres tristes, que nos ponemos las máscaras para aparentar ser alegres. Si no, ¿cómo entender que las marcas más fuertes en nuestras vidas sean, en general, las que han dejado heridas y cicatrices?
Se puede pensar desde el lugar de las pérdidas que quedan implícitas en cada elección: elegimos nacer, pero para hacerlo dejamos atrás la temperatura justa del vientre materno, la suavidad del líquido que cuida a nuestro cuerpo que está formándose, creciendo. Llego desde el centro de tu vientre a esta vida, con el llanto y la ceguera que ella misma impone, dice otra canción.
Mientras estaba escribiendo mi hijo me enuncia entre prometedores sollozos, que no encuentra su álbum de figuritas del mundial de fútbol que se avecina: tremendo. Una pila de señores jugadores que ni siquiera sabe aún pronunciar, lo mira desde el mueble con la incertidumbre de pensar si habrán perdido su lugar para siempre…
Me levanto con pesar y con la mirada fulminante que acompaña la consabida frase: eso te pasa por ser desordenado; frase que uno detesta cuando es pequeño y promete nunca decir cuando sea grande y tenga hijos, pero aquí me tienen repitiendo…
Tragedia infantil, búsqueda desesperada y, de repente: cara de alegría… ¿Encontró el álbum? No, pero sí un cd de la play station con morada desconocida desde el verano pasado. Su tristeza desaparece, por un rato, hasta que llegue su amigo a intercambiar las “repes” y la ausencia de lo perdido se haga palpable nuevamente.
Cuando me invitaron a ser parte de este proyecto de escribir, además de varios cuestionamientos que en otro momento expondré, sentí que ya era algo mío, muy importante. Por eso, cuando llegué una mañana a mi trabajo y encontré la cara del tigre que conformó la tapa del primer mensuario, mirándome desde el piso -cumpliendo la función de alfombra durante un día de lluvia-, me enojé con aquellos que no habían podido sentirlo igual que yo. Quizás el error radique, en esperar que los demás sientan y vivan nuestros sentimientos, nuestros pasos.
Cada uno recorre su propio camino. Mientras podamos transitarlo, es posible que el sepia vaya tomando como propias las pinceladas de nuevos colores: mi hijo disfrute del cd o compre un nuevo álbum; el viento sople fuerte y lleve a El Observador a otra parte, donde alguien detenga su mirada en las palabras que contiene… Es entonces cuando, todo valió la pena.


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