El pibe en la tormenta*
A lo lejos se ven nubarrones, tal como anunció la radio pronosticando tormenta y recomendando paraguas. También grises, enormes círculos de humo producidos por la quema de porquería confunden el horizonte con lo que debería ser cielo azul. Detrás de la barriada de tapias, ladrillo vivo y latas sin color, allá en la autopista desbordan con estridencias y provocaciones las bocinas ciegas, rayos enrutados a la gran ciudad desfilando detrás del anhelo máximo y desconocido llamado ideal, matriz del deseo de los deseos. Insípidos y glaciales, tanto para conductores como para quienes duermen sobre cartones y diarios, los sueños de ayer continúan hoy manteniendo su promesa ilusoria.
Reincorporándose, el pibe rumia que los ruidos de la hora acomodan el decorado de los días sin venir. Se sacude la tierra, agarra la bolsa encontrada y aspira, pero sin conseguir beneficio. Habrá que buscar con más esmero, más lucidez, o encontrar el modo de renovar la situación de esta primera experiencia junto a otros que como él, giran en la rueda del simulacro. Encaprichado con su misión, el pibe ignora sus circunstancias. Sordo a reclamos, y como no tiene otra cosa que hacer, inmoviliza las neurasténicas patitas a una tabla. Arranca los bigotes. Uno a uno. Moquea, el pibe. Deja sus mocos en la manga y prueba la resistencia de la patita. Se quiebra. Intenta con la otra, pero lo mismo. El moco se le alarga, cuelga molesto. Vuelve a limpiarse con la manga. En el agujerito entre las patitas empuja un palito hasta el fondo. Los sacudones del cuerpito aprisionado obligan al pibe a sujetar el cogotito. En la boca chillona mete piedras, basura, plástico. Y se aquieta, con los brazos flojos, el pibe, esperando algo que desconoce pero ansía, como incrustarse un piercing en la lengua o en la ceja para darse dique y ser grande. Más próximos, los densos nubarrones se ennegrecen a paso lento e irrefrenable. Sin explorar y oculto, el ardiente adoquín bailando dentro de la cabeza del pibe exige imaginación, agilidad, templanza. Entre los desperdicios como luz salvadora en el túnel, brilla una cucharita. El pibe la usa para remover los ojitos. Los quita de las cuencas para ver qué hay detrás. Sólo más complicaciones. Apresurado y sin conciencia de los tempos ni las pausas, el pibe, como hizo antes con el sapo, abre la pancita con la navaja vieja que encontró en la basura. Salta la sangre. Percibe un llamado y observa que hay un sol queriendo vencer a las nubes. No es fácil. Las nubes se coagulan y se acodan impidiendo que el sol pueda ser. Apenas si unas líneas tenues y de poco brillo logran filtrarse sin consecuencias destacadas, salvo un relumbrón huidizo y flemático. El pibe se da cuenta de que está jugando solo, que se ha quedado sin juguete. Corre hasta la madre llorando porque el gatito se ha muerto. La mujer, que estaba echada en la cama pensando en qué hacerle de cenar al hombre cuando regrese de buscar trabajo si es que regresa, le da un cachetazo por estar sucio de sangre, lleno de rasguñones y con los mocos colgando. El pibe caído se incorpora de la tierra y sale corriendo. La mujer amaga levantarse para decirle que lo quiere y no le quiso pegar, pero no tiene fuerzas porque hace días que su hombre no aparece y ella tiene la seguridad de que nunca volverá y no sabe qué hacer porque ya no tiene a quién pedirle ayuda ni tiene cara para salir a buscar trabajo porque no hay trabajo salvo de puta o ir a robar a las tiendas y vender por nada; o hablar con el Fiera y pedirle que la conecte para que le den algo, ropa interior o discos truchos, lo que sea, que pueda ofrecer en las veredas de la ciudad y poder comer. Me miró bien el Fiera, buen muchacho, aunque hablan mal porque parece que ha matado, pero no lo creo, mi chico lo admira y yo estúpida intenté hacerme la chiquilina con él; pero si me conecta y puedo ir a la ciudad puedo encontrarlo porque sé que no vuelve por vergüenza, no porque no quiera volver, tiene que volver, lo esperaré el tiempo que sea, me quedaré en cama esperando, las cosas no pueden cambiar así de repente de un día para el otro, una debe estar preparada, él me besó fuerte en la boca, me quiere, tiene que volver, no puede ser, no, a lo mejor está trabajando duro y vuelve en unos días lleno de plata y regalos, seguro, va a regresar, me voy a poner a limpiar para que encuentre todo en orden…
Se escuchan truenos impecables e intimidatorios. No lejos, vibran refucilos. El pibe camina moqueando, palpitando fuerte y llorando, intuye que este nuevo día no le deparará ninguna novedad, patea basura. Comienzan a caer las primeras gotas de lluvia. Impiadosos, mostrando sin disimulo los dientes punzantes, los incontrolables elementos de la tormenta anunciada se hacen presente. Levanta la cara, el pibe. El agua lo peina, le limpia los mocos y le quita el llanto. Pero el pibe no huele el cambio, tiene tanta rabia como los truenos y relámpagos que hacen temblar a la barriada, y tanta furia que ya se considera con fuerzas como para amarrar al perro y apuñalar el cielo. Se cobija en una esquina de la casucha, agarra una piedra lisa y afila la navaja.
Por Enrique Medina
* Del libro “El Fiera, el pibe y los otros”, próximamente en librerías.
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