Una ráfaga repentina nos despeina, cubre de
hojas secas la vereda recién emprolijada, provoca el impetuoso estruendo de una
puerta que se cierra, resonando en los vidrios de las ventanas por las que
ingresa un tenue sol.
La comida va haciéndose más espesa en
consistencia y calorías, abundan los guisos, las pastas y la siempre bienvenida
sopa, preferentemente proveniente de un suculento puchero.
Los niños desfilan hacia los claustros del
saber, la garita siempre nutrida de quienes viajan para estudiar o trabajar,
los clubes y centros privados con hileras de bicicletas-motos-autos denotando
la presencia de quienes han puesto primera en las actividades escogidas para
este 2012.
La oscuridad se apodera del día cada vez con
mayor rapidez; dejamos siempre a mano un abriguito para la hora de enfrentar el
afuera y hacemos revisar los calefactores o nos equipamos de garrafas para
asegurarnos un fueguito en los momentos más crudos que inexorablemente
llegarán.
El paisaje va cambiando su color, los que
detestan el calor se frotan contentos las manos y los que sufren el frío se
ponen molestos la campera repitiendo siempre que tienen la oportunidad: ¡odio
esto!
“Esto” es el otoño hundiendo sus pasos con
toda la contundencia de abril, en este rincón del planeta. Una estación
asociada al gris, la llovizna, la humedad, el frío dando sus primeros zarpazos,
el viento molesto, y hasta con la tristeza. Aunque también hay quienes
disfrutan de este momento crujiente del año, por verdadera inclinación hacia
sus caracteres o por simple aceptación de cada presente que -y en esto seguramente
estaremos de acuerdo- siempre nos ofrece algún bonito contoneo de caderas.
Quizás, simplemente se trate de tomarnos un segundo más, y pasar del simple
“ver”, al más profundo “observar”. He aquí, la edición Nº 26.
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